Johanna abrió los ojos y lo primero que vio fue su piano. De un
negro desteñido y con marcas del paso del tiempo, se erguía frente
a su cama, silencioso e imponente. Dejó que sus ojos disfrutaran
aquella visión atemporal y se preguntó cuántas manos habrían
pasado por aquellas teclas, cuántas ilusiones habrían rodado por
aquellos bemoles y sostenidos.
Sumergida en tales pensamientos, se sentó frente al instrumento y
sus manos se apoderaron del timón. Ensayó unas obras fáciles y
luego se dejó llevar por el último movimiento del Concierto en Sol
Menor para piano de Bach. Estaba en el último compás cuando
descubrió que su padre la observaba desde la puerta entreabierta.
-Seguís teniendo ese toque maravilloso- le dijo, sonriente.
-Sólo con Johann- replicó, devolviéndole la sonrisa-. Es mi
favorito.
-Si no lo sabré yo...
Permaneció en silencio mientras se sumergía en su mirada. Su padre
era una persona muy amena y transparente, pero en momentos como
aquel, Johanna sospechaba que había una faceta de él que nunca
salía a la superficie, con esas mínimas excepciones.
-Tu desayuno está listo, bajá cuando quieras.
Johanna se limitó a asentir y dirigirse al cuarto de baño, todavía
confusa. Luego de asearse y cambiarse, bajó al comedor. Sobre la
mesa la esperaba su desayuno y un ramo de lilas, sus flores
predilectas. Sonrió, mientras dejaba que el momento de felicidad se
prolongara hasta esfumarse.
Tomaba su café y pensaba en todas las personas que tendría que
evitar, en todos los alumnos a los que tendría que hablarles sobre
Beethoven, Lennon o Piazzola, sabiendo que estarían deseando que el
reloj anunciara pronto el horario de salida. Tomaba su café y sentía
como los colores que inundaban su interior se iban opacando. Tomaba
su café y se iba apagando lentamente.
La costumbre había hecho todo más fácil. El sentimiento de
constante despedida que la invadía se había ido adormeciendo, casi
hasta desaparecer. Sin embargo, y a pesar de que las agujas del reloj
habían marcado muchas horas en su vida, ella seguía sintiendo el
peso de sus recuerdos, que se filtraban inevitablemente en sus
pensamientos y le hacían revivir aquella noche nefasta, como si el
tiempo nunca hubiera pasado...
(Llevaba años preparándose para ese concierto.
Ella había sido seleccionada entre miles de jóvenes de todo el
país para presentar su obra maestra en un concierto al que
asistirían los músicos más renombrados.
Tenía bajo su brazo la carpeta que contenía su mayor tesoro: un
concierto dedicado a su madre. “Caroline” era el reflejo del
universo de dolor, amor y pasión que se agitaba dentro de ella
cuando pensaba en Ella.
Tomás la acompañó hasta el camarín y ella sintió que la
emoción desbordaba sus poros.
-¿Es todo esto real?- le dijo a aquel joven que había sido su
guía y su mentor por muchos años.
-Cada instante- le aseguró, con una deslumbrante sonrisa y miró
su reloj-. Tu padre tiene que estar por llegar.
Unos tímidos golpes a la puerta le dieron la razón. El hombre
entró sin siquiera mirar a Tomás y se apresuró a apretujar a su
hija entre sus brazos.
-Estoy muy orgulloso de vos, Jo- le susurró al oído-. Sin
importar lo que suceda, yo siempre voy a estar.
-Lo sé, pa. Pero no te preocupés: nada malo va a pasar.
Su padre permaneció en un misterioso silencio, que la impacientó.
¿Tenía que dudar de ella hasta el último momento?
-Ya es hora de ir a ocupar nuestros lugares, señor Herrera- dijo Tomás.
Su padre le dirigió un fría mirada el muchacho y salió de la
habitación con aire enojoso.
<<No puedo creer que actúe así en el día más importante
de mi vida>>. La insoportable incertidumbre de su padre había
alterado la tranquilidad que tanto le había conseguido lograr. Una
molesta sensación de que algo se le escapaba le dominó por completo
y transformó su nerviosismo en desesperación. ¿Qué podía faltar?
-Las partituras, Jo- murmuró Tomás, sacándola de su ensueño y
le entregó la carpeta.- Se te cayeron cuando abrazaste a tu papá.
<<¡Claro! Las condenadas partituras>>.
-Gracias. Deben ser los nervios.
-Los nervios se van a esfumar en el momento en que pises el
escenario. Te vas a sentir en casa en cuanto sientas el crujido de la
madera bajo tus pies- dijo él y la besó en la mejilla izquierda-.
Tengo que irme. El público la espera, señorita.
Le regaló una última sonrisa y la dejó sola. Johanna tomó la
carpeta negra entre sus manos y, luego de acomodarse un mechón
rojizo que se había escapado de su recogido, se dirigió hacia el
escenario.
Fue hacia su posición con paso seguro y acomodó su carpeta, sin
siquiera mirarla. Saludó al público y localizó a su padre en
primera fila. Una expresión dura e impasible dominaba su rostro y
Johanna no pudo evitar sentirse nuevamente molesta con él.
<<Sigue dudando de mí, como siempre>>.
La furia la envalentonó y giró hacia la orquesta con una actitud
casi desafiante. Les probaría a todos <<a papá>> que
podía hacerlo.
Al principio, dirigió sin mirar la partitura, guiándose por su
memoria. La confianza en sí misma la mantuvo a salvo durante unos
valiosos minutos en los que sintió como la magia de la música,
dulce y tibia, se extendía por su cuerpo, adormeciéndola.
Sumergida en ese éxtasis onírico, pensó en su madre. Imaginó
que ella estaba allí, dentro del teatro, sentada junto a su padre.
Imaginó su cabello, rojizo y ondulado como el suyo, moviéndose con
la misma cadencia de sus manos al dirigir; imaginó su mirada
profunda e inundada de lágrimas felices, semejantes a las que
rodaban por sus mejillas en ese instante. Y, por último, imaginó su
sonrisa deslumbrante, reflejo del sincero orgullo que su madre sentía
por ella. Casi podía ver el brillo que tenían sus pupilas, las
arrugas en sus mejillas y en el contorno de sus ojos...
“-Nunca descuides la partitura.”
La voz de Tomás se infiltró en sus pensamientos y su ensueño se
derrumbó con la fuerza de un terremoto. Se acercaba el momento
cumbre de su obra y no podía darse el lujo de distraerse. Bajó su
ojos humedecidos hacia el atril y quedó helada de espanto.
Se había equivocado de carpeta.
<<No puede ser. Revisé mil veces antes de venir y era la
carpeta correcta>>
La desesperación comenzó a hacer mella y sus manos empezaron a
temblar. El primer violinista levantó sus cejas en señal de
pregunta y ella lo tranquilizó con un leve asentimiento.
<<Tomás se debe haber dado cuenta. Él me alcanzó la
carpeta.>>
Angustiada, miró hacia bambalinas y buscó hasta dar con los ojos
oscuros de Tomás.
-La partitura- gesticuló en silencio, esperando que todo hubiera
sido una mera equivocación, una anécdota graciosa de la que se
reirían en el futuro.
Tomás la observó impasible y, finalmente levantó una carpeta.
Ella asintió con fervor, sintiéndose aliviada de saber que él
estaba allí para ayudarla. Una sonrisa balsámica se estaba
extendiendo por su rostro cuando sucedió algo terroríficamente
inesperado: Tomás rompió las hojas en dos y desapareció tras el
encortinado negro.
La verdad cayó en el mar agitado de su interior con la fuerza de
un viento huracanado: Tomás era el culpable. Él le había dado la
carpeta equivocada de forma intencionada. Él la había traicionado;
él le había mentido, la había hecho subir por la escalera del
triunfo sólo para ver cómo su caída desde la altura la destrozaba
por completo.
“-Sin importar lo que suceda, yo siempre voy a estar.”
Ahora entendía las palabras de su padre. Él había advertido que
las palabras de Tomás nunca habían sido sinceras, que era todo una
farsa. Su dureza y su silencioso enojo contra su profesor cobraban
sentido ahora. Ella jamás hubiera creído una sola palabra en contra
de Tomás y su padre lo sabía. Ella había sido la que nunca supo ni
quiso saber. Ella había confiado ciegamente y eso era lo que
obtenía: sufrimiento)
No podía discernir con claridad qué
había sucedido luego.
Recordaba que había intentado
continuar dirigiendo a ciegas y que el ruido y su terror habían
crecido en partes iguales. Pero allí se detenía la nitidez de su
memoria: en el derrumbe. Después de eso, sólo existía una incolora
linealidad que ella aceptaba y hasta deseaba. El haber deseado
escalar en la vida le había costado demasiado caro. Era preferible
ensayar una farsa, una comedia que arriesgarse a vivir entre personas
que podían despojarte de todo con un solo acto de maldad.
Ella había elegido ese camino
-aunque no estaba segura de haber avanzado un sólo paso- de forma
tácita, imprevista. Le parecía casi que habían elegido por ella y
estaba agradecida por ello; decidir era poner en juego su confianza y
muy pocas personas estaban a la altura: su padre, su madre -o el
recuerdo que tenía de ella-, Catalina, su alumna preferida y, por
supuesto, la música.
Con ellos, ella era auténtica y
cálida. La música era su refugio seguro, su resguardo frente al
dolor y su método de canalizar el torbellino que usualmente sentía
dentro de sí; Catalina era su compañera de pentagrama, y la única
persona que entendía el carácter mágico de sentarse frentes a las
teclas del piano; su padre era la piedra angular en su vida y la
única sonrisa que podía calmar el ardor de las viejas heridas.
Y, por último, en el lugar de
honor, estaba su madre. A pesar de nunca haberla conocido, Johanna
pensaba en ella como una compañera constante que representaba el
brillo de un pasado que nunca alcanzaría, de una vida originaria y
pasada que se había opacado y desaparecido con su muerte.
No sabía cómo era, no tenía fotos
ni objetos suyos pero no era una fantasma. Era tan real como la había
imaginado aquella noche en el teatro, antes de su caída, y, por eso,
todas las mañanas mientras tomaba su café, la recordaba.
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