La
Vita Strangiato — “To sleep, perchance to dream...”
Suspiró y cerró los
ojos. Volvió a suspirar y presionó los párpados con más firmeza,
en un gesto —«esto no esta pasando»— quizá no tan
inconsciente. Sacudió la cabeza —negándose a aceptar la tarde y
todo lo que el día aún tenía para ofrecerle— y respiró hondo
una tercera vez antes de atreverse a dar otro paso.
El día estaba asqueroso,
igual que el anterior, pero tenía poco que ver con el frío que le
helaba la sangre y le cortaba los labios. El otoño se afirmaba en el
colchón de hojas que crujían bajo sus zapatillas deportivas, pero
eso no alcanzaba a deprimirlo. Siempre había preferido las
estaciones menos calurosas —el verano era demasiado pegajoso y la
primavera lo hacía estornudar. A Cito era al que le gustaba sudar
—«claro mientras no fuera en gimnasia claro».
Cito.
Su nombre reverberó en
su cabeza al mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar. Si tan
sólo el muy idiota lo hubiera hecho, no estaría encaminándose a su
velorio. Sobre la música que le taladraba —«no lo
suficientemente fuerte»—
los oídos, se maldijo para sus adentros. En tres cuadras iba a tener
que asumir de un golpe en la cara todo lo que había sucedido y tomar
una posición. ¿Iba a hacerlo con la seriedad sepulcral que sólo un
conocido o un familiar podría dar? ¿Sería libre de pensar en su
mejor amigo de una manera que no involucrara ciclos microdepresivos o
nubes negras en el techo bajo de su mente? No tenía intenciones de
entrar con una sonrisa a la antesala a su entierro —ni mucho menos
riendo—, pero tenía que ponerse de acuerdo. ¿Cómo iba a pensar
en él? ¿Se sentiría decente llamándolo —«pensándolo»—
idiota, tonto o imbécil si era necesario?
Llegó a la Biblioteca
Argentina y se sentó en sus escalinatas a descansar. Desenchufó los
auriculares y apagó el celular. Le pareció lo más normal y
decente. Se restregó la cara con sus manos sudadas y volvió
a suspirar. ¿Se atrevería a cruzar? Frente a él, Velatorios
Allievi ascendía hasta el cielo otoñal, ocre y apagado, tapando
como una última y definitiva mortaja de cristal y cemento el lugar
donde debería brillar el sol, como —«recalcando»—
reafirmando el hecho de que allí se —«celebraba»—
conmemoraba la muerte. Le hizo una mueca al edificio y, dándose
impulso con una respiración honda, resopló al levantarse.
***
Pasando la entrada, las
caras de aspecto sombrío fumando tubitos para la ansiedad
desaparecían. En el vestíbulo sólo había un secretario, escondido
detrás de su mostrador y su pantalla —tecleando como si hubiese
algo remotamente útil para computar. ¿Cuántos fiambres
catalogarán por día?, se descubrió pensando Martín mientras
pasaba la mirada del hombrecito enjuto a los dos ascensores y sus
frías puertas de metal, firmemente cerradas. En medio de ambas había
un cartel sobre un caballete adornado con unas flores que no se
molestó en identificar. El tercer segmento anunciaba:
Juan
Pérez, 1996-2013
Sala
La Scala
servicio
de 10:00 a 19:30.
Una parte de su alma se
rompió al verlo. No pudo pensar otra cosa que el sencillo y fatal
hecho de que sus números se habían cerrado. No 2036, no 2028, ni
siquiera un misericordioso 2014. El hijodeputa se había
muerto y no lo acompañaría a casa ni un día más. Ya no oiría su
risa al otro lado del pasillo ni le podría echar la culpa de lo que
fuere que hiciese mal en química. Ya no existía Cito; su mejor
amigo había desaparecido y lo único que quedaba de él era un tal
Juan Pérez, tieso e inmóvil, en alguna parte de aquel sitio de mala
muerte. Tenía que componerse.
Se pasó una mano por la
frente y otra por la nuca. Tenía que componerse. Todavía no
había entrado a la sala y ya se había quebrado. no.
No se había quebrado, aún no. Suspiró y mantuvo los ojos cerrados
por unos momentos, medio deseando que al abrirlos el nombre de su
amigo ya no estuviera frente a sí en letras plásticas blancas de
descuento. Pero sabía que seguirían allí y no había nada que
pudiera hacer para cambiarlo.
—Disculpame, ¿dónde
está la sala La Scala? —preguntó al hombre con el tono más
sereno que pudo articular.
El secretario quitó la
vista de la computadora con lentitud, como intentando fijar una
última imagen de su pantalla antes de atenderlo. Entornó los ojos y
miró hacia arriba, haciendo un visible esfuerzo por recordar.
—Tercer piso, es la
primera a tu izquierda —contestó finalmente.
Al hablar, le dirigió
una sonrisa sepulcral que Martín le devolvió, torcida, antes de
escabullirse hasta el primer ascensor —intentando no mirar el
caballete.
***
No le fue difícil
encontrar La Scala. Había una gigantesca corona de flores, más
grande que cualquiera que hubiese visto —pero, claro, no es que
hubiese asistido a muchos velorios. Cerrándola, caretas del teatro
admiraban el pasillo del tercer piso con una mezcla de congoja y
regocijo, oficiando como un broche de oro que Martín no llegó a
notar. Su vista se había perdido en las letras —aún plásticas
pero esta vez plateadas y tanto más vistosas— en el centro de la
corona. El hecho de por sí era innegable, pero adquiría mayor
nitidez cuando se estaba frente a aquel círculo tan irónico. Las
flores estaban aún frescas y —«vivas»— brillantes, pero
no alcanzaban a opacar lo que ocurría más allá de las puertas
dobles de junto. Comprobó que su teléfono estuviese apagado —más
por respeto a su amigo que hacia la ceremonia en sí o al resto de
los huéspedes— y entró, sin mirar, empujando con ambas manos las
puertas.
Más rostros de lo que
hubiera podido contar se dieron la vuelta al verlo pasar. Gran parte
estaban rojos —inyectados en sangre de tanto llorar— pero otros
se veían considerable, casi pecaminosamente serenos.
Identificó a la señora Pérez y le dedicó una sonrisa rota. La
mujer intentó responder con un gesto similar, pero su cara
enrojecida se contrajo en lágrimas y las amigas que la escoltaban la
cubrieron en abrazos. Tengo que dar el pésame, se instó
Martín, pero abrir la boca le apetecía tan poco como adentrarse más
en La Scala.
Acabó convenciéndose y
avanzó en dirección a la madre de su amigo, evitando mirar dos
veces el umbral tras el cual se exponía el cajón. Los ojos que lo
habían devorado instantes antes volvían a mirarse entre ellos, al
suelo o a sus pañuelos. Durante los momentos que le tomó cruzar la
habitación, no pudo sobreponerse al sentimiento crudo de soledad
que lo embargó y casi obligó a salir corriendo. Lenta y
rápidamente, avanzando desfasada —como el agua distribuyéndose
desigual en una ducha—, la sensación le fue tomando el cuerpo. Era
una emoción nueva y terrible; un destello turbio en su cabeza
puntualizó que su situación tampoco le era familiar. No recordaba
haber asistido a ningún velorio antes. Se suponía que a los cuatro
años les había hecho pasar vergüenza a sus padres en el de su
bisabuela, pero no tenía idea de qué había hecho en cuestión —y
aunque lo supiese, de ningún modo serían esos actos dignos de ser
repetidos.
—Improvisá —le
susurró al oído la voz que había estado intentando acallar desde
el día anterior.
La muralla de amigas lo
miró con ojos furiosos, las cejas alzadas en protesta y —«asco»—
repudio. Sin perder el contacto visual, haciendo el mejor esfuerzo
por intimidarlo —por destruirlo como bien se lo tenía merecido
aquel mocoso inepto—, se hicieron a un lado. La señora Pérez era
un amasijo de lágrimas, mocos y, a un nivel más profundo, una serie
de nudos en la garganta que nunca sería capaz de desatar, sólo
—«quizá»— ignorar. Era una mujer algo regordeta, pero
su duelo la había hinchado al punto de verse —«demasiado roja
como para ser sano»— obesa.
Los ojos de Martín se
humedecieron más allá de todo control al encontrarse con los de
ella, y todo lo que había estado conteniendo desde el momento de
salir de casa pujó por escapar con una fuerza casi indomable. Pero
—«idiota imbécil tonto hijo-de-puta»—
lo refrenó antes de que de brillar sus ojos pasaran a lagrimear.
Sólo alcanzó a emitir un sollozo, que le abrió la boca para decir
algo que no pudo articular. La mujer negó con la cabeza e hizo un
gesto similar, incapaz de hablar. El abrazo en el que se unieron no
surgió de ninguno de los dos en particular sino, más bien, del
pesar que se había concentrado en el espacio entre ambos.
Cuando —al cabo de un
tiempo indecible— se separaron, la señora Pérez pareció sonreír
un poco y una lágrima se resbaló por el rostro de Martín. Sus
amigas volvieron a formar la barricada y el chico se dio la vuelta.
Suspiró y se abrazó. Acercó la cara enrojecida a sus brazos y olió
el perfume —«a no canela»— del desodorante que Cito se
había puesto justo antes de morir. Deslizó los dedos por la campera
que desde aquel terrible día no había tenido el valor de quitarse y
cerró los ojos con más fiereza de la que se habría creído capaz;
intentó obligar al llanto a olvidarse de él, pero no consiguió más
que romperse en un sonoro sollozo ante el cajón. No obstante, se
forzó a no acabar de quebrarse. No iba a hacer una escena, no
lloraría como si lo estuvieran desmembrando —aunque fuese su amigo
al que quizá le faltase un brazo o dos.
Se serenó, respiró
hondo varias veces y acabó por convencerse de que todo estaba
bien —a pesar de que no hubiese manera de que pudiera
estarlo.
Puso una mano sobre el
cajón y parte de la soledad se canalizó en un escalofrío
que le recorrió todo el cuerpo mientras en el estómago se le hacía
el hueco más grande que había sentido jamás. Sintió una
respiración ahogada —un susurro ininteligible a su oído— y supo
que le pertenecía a la voz de su consciencia bajo el avatar de Cito.
Una idea que se deslizó de aquel último jadeo le hizo abrir los
ojos como platos. La certeza de que aquella sería la última vez que
en su cabeza sonaría su voz antes de —«como como como
era»— olvidarla y el consecuente terror. ¿Habría videos,
grabaciones, algo como para recordarlo? ¿Podría ser que a su amigo
se lo llevara el viento? ¿Sería cremado en espíritu y diseminado
más allá de su memoria? ¿Cuánto le quedaba de...?
—Disculpame —una voz
de mujer lo sobresaltó y lo hizo volverse con brusquedad—, ¿vos
sos Tommy?
La chica lo miraba desde
los únicos ojos curiosos sin alguna malicia debajo. Los tenía rojos
y húmedos como la mayor parte de los allí presentes, pero mantenía
una sonrisa triste que nadie más —excepto quizá por la señora
Pérez— se atrevía a dar.
—Sí —respondió
finalmente Martín, frunciendo el ceño. —¿Vos quién sos?
—¡Perdón! —exclamó
a volumen bajo, avergonzada. —Soy Celeste —el nombre le resonó
de algo que no pudo identificar y rápidamente descartó—, amiga de
Juan —se presentó, arreglándose el corte carré rubio detrás de
las orejas. —Él me hablaba de vos y... y, bueno, te reconocí.
Le ofreció otra sonrisa
simpática que Martín le devolvió y procedieron a alejarse del
cajón.
—¿De dónde lo
conocés?
—De comedias.
—¿Comedias?
Se detuvo en seco y
Celeste lo miró, enarcando una ceja sobre sus ojos verdes
enrojecidos.
—Comedias musicales
—explicó, volviendo a llevarse su corto cabello detrás de las
orejas. —¿No sabías?
—No —admitió Martín,
encogiéndose de hombros. —Siempre dije que es... era una
persona muy... teatral, pero nunca me dijo que hubiera hecho nada de
eso.
Se cruzó de brazos y por
un momento —antes de que el pensamiento desapareciera tan rápido
como llegó— tuvo la certeza de que el ceño fruncido de Celeste se
había debido a que había reconocido que la campera que estaba
usando era de Cito. Y, desde las profundidades de su mente, una idea
inquieta prosiguió con la duda de cuántas veces la había usado
para asistir a comedias, sin que él lo supiera. ¿Qué
tenía que ocultar?, fue lo único que se traslució a su
consciencia.
—Raro —dijo ella. —Te
presentaría a los chicos pero ya se fueron todos.
Menudos amigos,
pensó Martín en idioma traducción española, pero se abstuvo de
comentarlo en voz alta. Se sentaron en el extremo opuesto al de la
señora Pérez y en ese momento se percató que debían ser las
únicas personas jóvenes o al menos menores de cuarenta en toda la
sala. O no. Entornó los ojos, pero comprobó que su visión no lo
engañaba. A una sana distancia del umbral al cajón, la brusca
bibliotecaria que le había dado el libro de óperas el día anterior
—y que por tanto le habría salvado el pellejo esa mañana con la
profesora Pozzini si la escuela no hubiese cerrado sus puertas por
duelo— admiraba, inmóvil e inexpresiva, la recámara donde el
cuerpo de su amigo —«aun no»— descansaba en paz. ¿Qué
hacía ella ahí? Tuvo el impulso de levantarse y preguntarle,
pero se resistió. No le apetecía en lo más mínimo. ¿Cuánto más
había que su amigo no le había dicho? Sólo faltaba que aquella
mujer hubiese sido su novia.
—¿Estás bien? —le
preguntó Celeste, regresándolo a la realidad.
—Supongo —replicó
Martín con un suspiro, hundiéndose en su asiento.
—Estás pálido —había
un leve dejo de desesperación que el chico se percató poco podía
tener que ver con su rostro. —¿Querés tomar algo?
—Sos rápida, ¿eh? —se
burló, mitigando una carcajada amarga pero no una sonrisa.
Celeste abrió mucho los
ojos y Martín se dijo que la chica estaba a punto de abofetearlo,
pero en cambio volvió la vista al frente antes de que el chico
pudiera defenderse de su mirada acusadora. De alguna extraña manera,
se dijo, él estaba manejando todo mucho mejor que el resto. ¿Se
había vuelto un cerdo insensible? ¿Era porque le había gritado
hijodeputa en su mente? ¿Ya no le quedaba compasión o se
había quedado estancada por el camino?
—Era un chiste.
—Ya sé.
—¿Querés ir al bar de
enfrente?
Hubo una pausa tan
dramática que Martín se dijo que, de no haber estado tan alterada,
la chica muy bien podría haberla hecho a propósito. Se había hecho
un ovillo sobre el asiento y escondía su cara tras las piernas
encalzadas y el flequillito de su corte carré.
—Sí —musitó
finalmente.
***
En Celeste brillaba
aquella chispa excéntrica que tanto le había llamado la atención
en Cito. Cada gesto que hacía la chica parecía cargado de un algo
inexplicable y sugestivo. Los movimientos de Cito habían sido más
burdos y torpes, pero también poseían esa energía
particular e indecible. Hasta allí le llegaban los datos de la joven
con la que estaba compartiendo una gaseosa —aunque ella parecía
saber más de lo estrictamente necesario. No sólo sabía que su
apodo era Tommy, sino que había pedido la bebida extra diet que sólo
a él y a Cito les gustaba —y nadie, nadie más en su sano
juicio podría preferirla a la versión común y engordante; puesto
que no había dado más de dos sorbos, estaba claro que en ningún
momento había tenido la intención de tomarla.
Por cómo habían dejado
de temblarle las manos desde que habían dejado atrás el vestíbulo,
ya no le quedaban dudas que su objetivo desde el principio había
sido, sencillamente, largarse de La Scala.
—En el velorio de mi
abuela nos dieron caramelos —dijo Celeste, sus primeras palabras
después del pedido al mozo y el mudo “gracias” cuando les
alcanzaron a la mesa la bebida y los vasos. —Claro que ahí yo
tenía cinco años, no necesitaba tanto como quería el
azúcar.
Dio una risita nerviosa y
jugó con el sorbete de su vaso medio lleno, observando cómo las
burbujas se agolpaban en sus bordes. Se llevó el pelo detrás de las
orejas nuevamente, esta vez considerando seriamente comprarse una
vincha y entonces, de repente, al otro lado de la mesa Martín dio
una risotada. Se sobresaltó, pero no por lo violento de la carcajada
en sí, sino porque no había sido seguida de un obligatorio golpe en
la mesa.
—¿Qué pasa? ¿Te reís
de la inocencia de una chica de cinco años?
—No, no, se me ocurrió
una boludez.
—Ahora mismo estoy
necesitando una boludez.
Lo dijo en un tono tan
serio —quizá tanto como el que Cito solía usar cuando estaba a
punto de hacer alguna gracia— que estuvo a punto de aplacar su
risa. Pero no lo consiguió, lo cual acabó dificultándole el habla.
—En un cumpleaños de
quince —explicó— nos dieron de souvenir a mí y a Cito...
—El burro por delante.
—Comosea, nos
dieron unos chocolates que en el envoltorio decían, en vez de la
marca, el nombre de la chica y la frase... —tuvo que parar para
reír unos momentos antes de poder proseguir, y Celeste acabó
sumándosele tímidamente, sin entender aún porqué— “Mis
Quinces”.
—¿Y eso es gracioso
porque...?
—Porque me imaginé
unos caramelos que dicen... —acompasó la carcajada más brutal con
un sonoro golpe sobre la mesa y Celeste sintió que algo en su cabeza
hacía un sano clic al tiempo que ambos abrían mucho los ojos— que
dicen “Mi velorio”.
A esas alturas el rostro
de Martín se había desfigurado de la risa y la chica no pudo más
que acompañarlo. En un espejo que el chico no acabó de determinar
si era amargo, cruel o neutral, sintió cómo se recreaba la escena
de la que, hacía una lejana semana atrás, él y Cito habían sido
protagonistas. Se desternillaban de la risa como si fueran viejos
conocidos; volvió entonces aquella sensación de familiaridad —pues
estaba casi seguro de que Celeste le sonaba de algo—, pero
rápidamente volvió a ser sofocada por circunstancias de fuerza
mayor. El mozo, al otro lado del bar, hizo ademán de dirigirse a la
mesa para pedirles que bajaran el volumen. Hicieron el mejor intento
por serenarse y, tras dos minutos de perder y recuperar cíclicamente
la compostura, con el estómago vibrándole y doliéndole de tanto
reír, —«tommy»— Martín levantó el vaso de gaseosa en
dirección al tercer piso de Allievi. Por el espacio de media hora
Celeste no volvió a llevarse el pelo detrás de las orejas.
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