Me
miraban desde el fondo del salón con unos blancos puchos en sus
manos. Buscaban lucir misteriosas y atrevidas cuando en realidad
daban asco. El humo viajaba a sus pulmones, se acumulaba y los
pudría, los contaminaba y ennegrecía. Hacía un muy buen trabajo de
hecho. Consumía el cuerpo y lo asesinaba desde adentro. La ingesta
no era la única forma de lastimar que él conocía. Se esparcía por
todos los recovecos de la habitación, impregnaba los poros de mi
piel y huía de la habitación. Atacaba a todo ser vivo que lo
rozara. Lastimaba, asfixiaba y asesinaba a largo plazo. Era un
experto en la muerte y conocía perfectamente cómo provocarla.
Esas
chillonas voces -las odiaba tanto- invadían el ambiente e irritaban
la sola existencia. Parloteaban, cotorreaban y chillaban como aves
enjauladas -como fieras en celo-. Hablaban de alguien y de su
estúpida, sinsentido e inútil vida. ¿Sabía quién era el
centro de sus burlas? ¿Sabía acaso a quién destruían con sus
críticas y sus malvadas intenciones? Sabía todo acerca de ese grupo
de cuatro mujeres -¡Crías!- que se pintaban cual payasos y
ajustaban fuerte sus corpiños para que sus pechos -llamativos pero
no tan grandes como ellas hubieran querido- se asomaran por el escote
de sus remeras. Niñas que ansiaban lucir como mujeres seguras y con
cuerpos maduros, seductoras y terminantes. Azotaban sus rostros con
pintura y castigaban sus cuerpos con la ausencia de comida -¿acaso
comer es un placer del cual debemos privarnos?-.
Esas
putas me criticaban y me odiaban. Quizás por ser diferente o quizás
por la simple necesidad de odiar a alguien. ¿Por qué era yo su
diversión? No lo sabía y nunca se los pregunté. Me vengué cuando
tuve ocasión y disfruté su humillación. Sin embargo, en ese
momento un temor corría por mis venas. Yo nunca había tenido miedo
de ellas y nunca les había hecho caso pero mi ser comenzaba a
sacudirse. Nunca me importó lo que dijeran, nunca me interesaron sus
vidas pero algo había cambiado. Mi barrera se esfumó, mis oídos
sangraron y sus chillidos se transformaron en palabras -filosas e
hirientes-. ¡Idiota! No tenés amigos y tampoco tenés vida. Tus
papás te odian. ¿Creés que tiene sentido seguir viviendo? ¿Después
de lo que hiciste? ¿No te acordás? Se acercaron y me ahogaron
con su aliento. Me daban miedo sus labios rojos y grotescos, sus ojos
maquillados en exceso y sus pieles caídas y lánguidas. Era el
primer día de clases. ¿Vas recordando? Fuiste la que se robó el
espectáculo. ¿Vomitar es un talento? Nosotras sabemos que fuiste
vos. Mis ojos lloraron, mis rodillas se vencieron. ¡No quería
oírlas!
Abrí
mis ojos lo más que pude. Tenía que alejarme de ese sueño de
mierda y despertar era mi única opción. Lo había olvidado por
completo, lo había bloqueado demasiado bien hasta ese momento. Mi
secundaria no había sido como yo tanto creía -por lo menos no los
primeros años-. Había sido agredida y tratada como una idiota gran
parte del tiempo. Al principio había sido realmente hiriente pero
para los últimos dos años ya había aprendido a cerrar mis oídos y
a evitar el llanto que en algunas ocasiones tiempo atrás me había
atacado. Me había vuelto fría y distante -incluso cruel-. Al
parecer había bloqueado esos recuerdos dolorosos y principalmente el
accidente porque odiaba a esas chicas. Siempre las había
despreciado. De hecho, no había otra palabra mejor para definirlas
que mierdas. Eran unas mierdas de niñas y seguramente lo
seguirían siendo de grandes. Indudablemente era demasiado para una
sola noche.
Miré
el reloj: 3.34. Había logrado dormirme a la 1 y mi cuerpo se quejaba
por la falta de sueño. No me sentía para nada cómoda -en realidad
nunca dormía bien-. El viento entraba por los recovecos de mi
ventana y sacudía un poco las cortinas. La lluvia imponía su
presencia y perturbaba los sueños. Suspiré, ¿acaso podría volver
a dormir? Tenía que intentarlo. Cerré mis ojos y cambié mi
posición. Boca abajo abracé mi almohada y sin darme cuenta pateé a
Lira. Esa gata tenía un hermoso almohadón en el cual acostarse -¡yo
misma se lo había hecho!- pero aún así prefería el borde de mi
cama para dormir. Levanté mi cabeza y la miré. Sus ojos se cerraban
sin que pudiera controlarlos pero todo su rostro estaba furioso.
Arqueó su columna y volvió a hacerse un bollo entre mis piernas.
-Emma...
-murmuraron por lo bajo.
Podía
llegar a reconocer esa voz en cualquier lugar y en cualquier momento
-también suponía qué significaba esa intromisión-. Un relámpago
surcó el cielo y un trueno hizo temblar las ventanas. Sentí los
pies acercarse a la cama y detenerse a unos centímetros de ella. Me
volteé y lo vi. Parado y tembloroso me miraba con ojos llorosos y
mejillas rojas, había llorado o estaba a punto de hacerlo.
-¿Qué
pasó, Tomi? -le pregunté suavemente mientras me incorporaba.
Bajó
su rostro lleno de vergüenza. Se había orinado y seguramente su
cama clamaba por limpieza. Esa no era la primera vez que mi hermano
tenía un incidente -ni la primera que yo me encargaba de
arreglarlo-. Salí de la cama fastidiando a Lira que volvía a
levantarse para volver a acostarse.
-No
te preocupés -le sonreí-. Vamos a buscarte ropa limpia y yo me
encargo de las sábanas -le guiñé un ojo y una sonrisa se dibujó
en sus labios.
Lavé
la ropa de cama y puse unos diarios para que absorbieran la orina del
colchón. Tomás confiaba en mí por completo. Yo era quien siempre
arreglaba sus incidentes -de cualquier tipo- y si bien nuestra madre
sabía de las primeras ocasiones en que había ocurrido, las últimas
eran desconocidas para ella. Mi hermano se sentía muy apenado y yo
guardaba su secreto. Adoraba a ese pequeño tímido y travieso
-cuando quería serlo-. Su madre había perdido interés en él
-quizás por ser varón, no lo sé-. A diferencia de mi infancia,
llena del cariño materno -me da náuseas sólo
recordarlo-, la de Tomi había sido bastante solitaria. Sólo yo era
quien lo atendía mientras mi madre no se mostraba interesada en él
y... bueno, mi padre nunca se había mostrado interesado en nadie.
Cuando nació Mía la sonrisa de Elisa fue sólo para ella.
Entre
mis pensamientos recordé que era de noche y debíamos dormir. Tom me
miraba desde la puerta de su habitación vistiendo otro de sus
pijamas.
-¿Qué
fue lo que pasó esta vez? -pregunté una vez que estuvimos en mi
cuarto.
-Me
asusté por la tormenta -susurró.
Miré
por la ventana. Lucía bastante violento y arrasador en la calle. Su
temor era completamente comprensible. A mí tampoco me gustaban las
tormentas -las odiaba-.
Las
gotas caían de las alturas y golpeaban la tierra, la abrazaban y
cuidaban. Los rayos iluminaban el cielo y las nubes se concentraban
cada vez más. Tardaría varios días en dejar de llover aunque eso
no me preocupaba. Estando allí me sentía protegida y sabía que esa
tarde sería muy divertida. Dibujaríamos, jugaríamos a las cartas,
inventaríamos alguna historia y la pasaríamos de lo mejor. Era
cuestión de esperar que volviera del supermercado con comida para el
almuerzo. Nunca volvió.
Bloqueé
el recuerdo y miré a Tomi.
-¿Querés
dormir conmigo? -pregunté.
No
quería dormir sola y apostaba a que él tampoco. Asintió con la
cabeza y se sumergió debajo de las frazadas. Puse a Lira en su
almohadón mientras me miraba molesta pero lo suficientemente cansada
como para no huir de mis manos y me acosté. Puse el despertador para
las 7, Tomi tenía que ir al colegio, y cerré mis ojos.
Desperté
con algo de frío, Tomás me había robado la frazada y se había
envuelto en ella. La radio me daba los buenos días y me informaba
del clima: la tormenta ya había pasado pero el cielo estaba
completamente nublado. Sería como uno de esos típicos día de
otoño: fríos al punto del congelamiento corporal y ventosos. Fui a
ponerle sábanas limpias a la cama de Tomi y para cuando volví él
ya estaba despierto, yendo a cambiarse para ir a la escuela -prisión,
solía decirle yo-. Me arreglé un poco, recién entraba a trabajar a
las 3 de la tarde así que mi vestuario podía lucir informal y
desprolijo. Delineé mis ojos y mi mente me quiso hacer volver a los
acontecimientos de la noche. Sacudí mi cabeza, no tenía intenciones
de recordar. Los sentimientos de bronca, dolor y felicidad
atravesaban mi ser pero los recuerdos seguían bloqueados y así
debían seguir. Mi corazón recordaba pero mi mente ocultaba tras una
muralla todo aquello que hacía mal.
Bajé
para encontrar una cocina vacía, mi padre se despertaba en media
hora y Elisa debía estar alimentando a Mía. Calenté un poco de
leche e hice dos tostadas. Para cuando Tomi bajó su desayuno ya
estaba esperándolo. Lo ayudé a guardar sus útiles en la mochila y
ambos partimos. ¿Me molesté en avisarle a nuestros padres que nos
íbamos? No era necesario en realidad. Los miércoles y viernes yo lo
llevaba al colegio y me hacía cargo de él. Cerré la puerta de
calle y le tomé la mano. Mi pelo se sacudió por el viento y unas
rebeldes hojas marrones corretearon por la vereda. Los árboles
lucían pelados y fuertes -incluso elegantes-.
-¡Qué
frío! -acomodé su bufanda y reí, lucía como un gran muñeco de
nieve, regordete y tieso-. Me parece que te abrigaste mucho, Tom.
-No,
no lo creo -murmuró y levantó su rostro, sus lentes estaban algo
rayados pero bastante cuidados para un niño de su edad, la razón
era que Tomás era sencillamente demasiado tranquilo-. No quiero
enfermarme y arruinarme las vacaciones.
-Falta
bastante para eso.
-Quiero
prevenir.
Sonreí
para mis adentros. Él siempre tan organizado y esquemático.
Demasiado matemático
para su edad.
-¿Ya
tenés planes para el finde?
-El
cumple de Agustín...
-¿Ya?
-lo miré asombrada mientras cruzábamos la calle- El tiempo pasa
volando.
-Igual
no sé si voy a poder ir. Mamá dijo que iba a ver si podía
llevarme...
Soltó
mi mano y guardó la suya en el bolsillo de su campera. Levantó sus
hombros tratando de proteger sus orejas del frío -quizás buscaba
ocultar su rostro, su vergüenza-. Me apenaba tanto verlo
así... acurrucado como un cachorro buscando atención pero no
suficientemente interesado en mover su cola para conseguirla, como un
perro viejo que se había hartado de hacer trucos y sólo buscaba
estar solo. Sus ojos se cristalizaron por el viento y su
mirada se tornó triste -pesada, añeja-. Tomás únicamente
necesitaba amor, un amor maternal que nunca había tenido -no en su
madre al menos-, y un padre, una figura fantasmal que seguía sus
pasos a kilómetros de distancia. Podía lucir como un niño de 8
años pero su actitud recordaba a... a un adolescente demasiado
golpeado como para luchar por un mañana. Tomi no estaba motivado y
su pequeño rayo de sol se estaba apagando. Sin embargo, aún
brillaba algo en él y yo estaba dispuesta a encargarme de que
siguiera brillando.
-Tom,
te voy a llevar yo -le guiñé un ojo-. Así aprovecho para saludar a
Agus.
-Es
en Funes...
-Ese
no es un problema -lo detuve y me arrodillé al lado-. ¿Vos querés
ir? -asintió mientras veía a algunos de sus compañeros, estábamos
a apenas unos metros de la puerta de su colegio- Entonces si vos
querés hacer algo, vas y lo hacés y ya está. Que nadie te diga que
no podés, ¿eh? No lo permitas.
-Em,
me están mirando... -los chicos de cursos superiores se reían a
nuestras espaldas, eran unos totales idiotas.
-Averiguame
la dirección de lo de Agus y yo me encargo de llevarte -suspiré
mientras asesinaba con mis ojos a la pequeña banda-. Que no te
molesten, Tomás. Nunca dejés que nadie te moleste.
Besé
su mejilla y se escabulló tras las puertas de su colegio. Respiré
profundamente antes de voltear. Cinco tarados del secundario reían
-se reían de nosotros-. Me acerqué.
-Llego
a escuchar una sola vez que le pusieron una mano encima y se las van
a ver conmigo -les gruñí.
-¿Y
vos qué vas a hacer? -me desafió el más flaco y alto de ellos, el
líder.
-¿Acaso
querés saber de lo que soy capaz? -me acerqué un poco más, acortar
las distancias significaba que no les temía- ¿Realmente querés que
me encargue de esa actitud de mierda que tenés? -saboreé cada
palabra, si yo lo disfrutaba ellos se cagarían en las patas- He
lidiado con personas más idiotas que vos y tu patética “pandilla”
así que acepten un consejo: métanse con sus propias cosas y dejen
al resto del mundo vivir como les plazca.
Sus
bocas se cerraron en absoluto silencio.
-¿Estamos
bien? -asintieron con algo de temor- Perfecto -sonreí-. Entren a
clases, no querrán llegar tarde -no se movieron, como si sus
músculos hubieran olvidado responder al mensaje del cerebro-.
Lárguense... ¡Ahora! -desaparecieron de mi vista.
Volví
a casa con música en mis oídos y con cierta ansiedad en mis labios.
Quería cantar y para mi pesar me encontraba en la calle tarareando
algunas estrofas que poblaban mis oídos. Mi cuerpo se dejaba llevar
y comenzaba a perder el control. Por suerte lo recuperaba apenas
notaba lo que hacía.
Entré
a casa. Sentado en el sillón con papeles a su alrededor mi padre no
había levantado sus ojos para mirarme. Probablemente ni siquiera
había notado que había llegado. Su espalda era la única que me
observaba -como siempre había sido-. Suspiré y subí. Pasé por el
cuarto de Mía donde la pequeña vocalizaba suavemente. No entendía
porqué mi madre la había dejado si ella era la única hija de la
cual estaba orgullosa. Supuse había ido a hacer trámites que una
beba entorpecería y la llevé conmigo a mi cuarto. Puse algo de
música y comencé a cantar y bailar con Mía en mis brazos. Sus
manos acariciaban -¡tironeaban!- mi trenza mientras reía
sonoramente. Amaba pasar el tiempo así: jugando y disfrutando de los
pocos minutos juntas que teníamos, olvidando la estúpida rivalidad
que nuestra madre había creado entre nosotras. Claro que yo era la
única que sentía ese enfrentamiento latiendo en mi interior cada
vez con más ira y la pequeña ni siquiera lo conocía.
Entré
a la biblioteca unos minutos antes de mi horario de trabajo -llegar
temprano era siempre mi costumbre cuando no estaba complicada con los
horarios-. Saludé al viejo que estaba en la entrada, ese “guardia”
que ocupaba un asiento y perdía su tiempo mirando a la gente venir e
ir, supuestamente controlando que los visitantes no robaran libros.
Casi había olvidado su existencia de no ser porque cuando entré él
me saludó algo afligido. Supuse que serían cosas de viejos así que
seguí de largo sin preguntar, no entraría en ese juego interminable
del cual nunca sabía cómo salir. Saludé a Rosa y a Elías y sus
caras me mostraron la tristeza, esa vez no pude no preguntar.
-¿Qué
pasa que están todos mal? -pregunté dejando mi bolso en una silla.
-Em...
Cito falleció...
No
era posible. ¿En qué cabeza entraba que un chico de 17 años
muriera? No estaba dentro del plazo estipulado. Lo suyo había sido
un accidente... un terrible accidente.
-Lo
están velando en la sala de enfrente -murmuró Eli mientras yo le
daba la espalda, estaba afectada pero ellos no tenían porqué
saberlo-. Quizás quieras ir...
-¿A
qué? Cito no está ahí, él ya no está -gruñí, extrañaría su
presencia, su costumbre de venir siempre a la biblioteca, una
cualidad poco común entre los adolescentes.
Salí
del cuartito y paseé un rato por el lugar. Ayudé a algunos
estudiantes a encontrar sus libros y principalmente deambulé sin
nada en mente. Miré la puerta, el viejo se había ido -al baño
seguramente-. Nadie veía nada... Me escabullí y crucé. No sabía
para qué pero sabía que tenía que ir, algo me movía -algo que no
quería admitir-.
Me
quedé congelada, mirando la nada y haciendo nada. Mi cuerpo estaba
allí pero mi mente vagabundeaba muy lejos. Mis músculos olvidaron
el movimiento y cual estatua permanecí. Extrañaría su sonrisa, su
alegría al ver los estantes llenos de libros... Le había tomado
cariño aunque no deseaba admitirlo.
Volví
apenas noté lo impulsiva que había sido -el sinsentido de mi
actuar-. Para mi suerte, nadie se había dado cuenta de que me había
ido. ¿Acaso mis pasos pasaban desapercibidos para todos?
Guié
a cada visitante a sus respectivos libros -distraerme, no pensar y
sonreír eran mis objetivos-. Indudablemente los viernes eran los
días de la literatura. La mayor parte de la gente buscaba leer una
interesante novela o unas melodiosas poesías. El estudio, si bien
aparecía, no predominaba a esos horarios. Aún quedaba todo el fin
de semana para preocuparse por las tareas del lunes -aún quedaba el
domingo para tensionarse por haber dejado todo para última hora-.
Guardaba
unos libros cuando Elías se acercó y se puso a revisar los títulos.
-¿Y..?
-murmuré captando su atención- ¿Qué tal la salida con Caro?
-Bien...
-reacomodó unos tomos-. En realidad fue todo un desastre -escupió
mientras se apoyaba en la pared-. Olvidé la billetera y ella tuvo
que pagar, estaba muy nervioso y no pude formular una sola oración
coherente...
-Parecías
tan relajado cuando saliste de acá -me extrañó.
-Sí
pero adelante de ella fui un idiota -se entristeció-. No creo que
quiera salir de nuevo. Arruiné la perfecta oportunidad...
-No
seas tonto, Eli. Nunca se sabe, ni ella ni vos son convencionales así
que quién sabe... Quizás te llame -le guiñé un ojo.
-Eso
es ser muy optimista.
-A
veces hay que serlo.
Sus
ojos se desviaron y noté claramente que estaba pensando en Cito.
Caminé lejos de él, no pensaba pasar por eso... por esa situación
otra vez... Mi celular vibró y me dio la ocasión
perfecta para distraerme. Rápidamente Tomi me dijo los datos de la
casa de Funes en la cual Agustín festejaría su cumpleaños y se
despidió. Había salido pocas veces de Rosario pero tomar un
colectivo y bajar en determinado lugar no era un impedimento y
tampoco me generaba temor lo desconocido. Busqué en la computadora
los datos que necesitaba. Tomás no se perdería ese cumpleaños
porque estaba en mí llevarlo.
Tomé
algo de café y comí unas medialunas que Rosa había traído. El
tiempo poco a poco pasó y el viernes se tornó un viernes como
cualquier otro. Los lectores se refugiaban en la biblioteca ansiando
letras y los caminantes en la calle luchaban contra el frío y el
viento. El calor dentro invitaba a permanecer y algunos visitantes
tardaron más tiempo de lo común en irse. A la hora de cierre la
gente comenzó a retirarse al notar que apagábamos algunas luces -de
ser por ellos se hubieran quedado toda la noche dentro-.
Me
deshice de Elías y Rosa lo más rápido que pude y puse manos a la
obra. Estaba ansiosa aunque no comprendía la razón. Tampoco sabía
porqué lo hacía, Johanna nunca había sido alguien a quien
apreciara o a quien detestara. Sus visitas me eran indiferentes al
contrario de las de Cito. Él siempre compartía unas palabras
conmigo...
Ella
nunca había sido muy simpática -no más de la cortesía necesaria-
pero aún así ahí estaba yo, buscando información para una
completa desconocida. Tomé un poco de agua mientras meditaba lo que
haría. No era apropiado e incluso podía llegar a ser ilegal. El
único temor que nacía dentro mío era la posibilidad de perder mi
trabajo pero a la vez Johanna era una visitante habitual y debíamos
cuidar a nuestros visitantes. Puse manos a la obra, ella no diría
nada y yo tampoco.
Revisé
la computadora en busca de las manos que habían tenido en su
pertenencia el libro “Aida. Una ópera de Giuseppe Verdi”.
Al parecer había sido dado de baja, registrado como extraviado. Sin
embargo, pude extraer los nombres de sus lectores sin ningún
problema -siempre me había llevado muy bien con la tecnología-.
Copié aquellos nombres que no significaban nada para mí junto con
las fechas de retiro y devolución. La última persona en llevárselo
lo había devuelto -¿cómo había terminado en la casa de Johanna?-.
También busqué el archivo de lecturas en la biblioteca y un nombre
llamó mi atención: Jorge Herrera. ¿Algún familiar de Johanna?,
pensé y lo anoté subrayándolo. Al parecer una página y media era
lo único que necesitaba pero cuando estaba a punto de avisarle unos
números llamaron mi atención.
En
la esquina inferior derecha dos fechas había escritas a mano:
04/10/1986 y 06/10/2010. No pude detener mi curiosidad
y busqué los diarios de aquellos días. Nada parecía de gran
importancia y comencé a pensar que el juego de investigadora se me
estaba yendo de las manos. ¿Qué esperaba encontrar? Sólo estaba
haciendo un pedido para una clienta a la cual no sabía porqué había
decidido ayudar. Nada raro surgiría de allí -nada de mi interés al
menos-. Seguí leyendo y pronto encontré una conexión: ambos días
correspondían a distintos estrenos de Aida en Rosario. La
investigadora había cumplido con su tarea mejor de lo que creía.
Cierta alegría me invadía y me inquietaba.
Marqué
el número de la casa de Johanna y un hombre atendió. Pedí hablar
con ella y su voz me preguntó qué quería. Le dije quién era y que
ya podía venir a buscar la información que había pedido. Esperé
con un poco de música en mis oídos y al verla acercarse me saqué
mis auriculares y apagué mi Mp3. La saludé con una sonrisa que me
tomó por sorpresa -debía ser amable pero no amigable-. Le di
la hoja escrita y ella la revisó. Al final de la página unas
anotaciones llamaron su atención.
-¿Qué
son estas fechas? -preguntó.
-Estaban
escritas en la partitura -expliqué-. Me dio curiosidad y busqué
algo de información -sonreí y rápidamente me corregí, yo no debía
hacer eso.
-¿Y
qué hay del libro donde estaba Celeste? ¿Y sobre el chico
que la encontró? -indagó restándole importancia a mis
averiguaciones.
-No
busqué nada sobre ese texto pero el chico se llamaba Martín Verdi
-le expliqué-. También había alguien que lo retiraba muy a
menudo... -un nudo se formó- Juan Pérez -escupí y dolió.
-Me
parece que eso es todo -añadió-. Emma... Gracias -me dedicó una
sonrisa y unas ojos llenos de agradecimiento y calor.
Nunca
había expresado emoción alguna frente a mí y eso me tomó por
sorpresa.
-De
nada -respondí torpemente mientras me sentía alagada en mi
interior-. Acá tenés el libro -se lo entregué-. Quedátelo. No
está más en el archivo, se registró que se había perdido el año
pasado y puede permanecer así.
-De
acuerdo -atinó a decir mientras sus dedos acariciaban el destrozado
texto.
Se
marchó y yo observé su andar, apurado y un poco torpe pero
decidido. Cerré la reja y me largué a casa. Ese día había estado
suficientemente lleno de aventuras para mi gusto, debía descansar.
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