Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 8 de septiembre de 2013

3.02 - Johanna

I’m writing the future. I’m writing it out loud.


11:25. Las fechas aparecían en su cabeza como los encabezados de una bitácora náutica.
11:30. El tic tac del reloj se le filtraba en los oídos y se desparramaba por su cuerpo.
11:35. Su corazón marcaba aquel endemoniado ritmo y con cada latido se acercaba más al final.
11:40. Sus dedos acompañaban el pulso de sus venas. El fluir de su sangre se aceleraba.
11:45. Podía escuchar cómo el aire se escapaba y regresaba a sus pulmones cada vez más rápido...
11:50. RING.

El timbre la despertó de su ensueño. Los alumnos salían disparados por la puerta, dejando a Johanna estancada en su confusión. Podía ver cómo los jóvenes reían y gritaban, sumergidos en el extásis de la libertad momentánea del recreo, pero realmente solía percibía borrones que se deslizaban en una realidad distinta.
Se levantó de su escritorio y sus piernas le parecieron ajenamente pesadas. Estaba inmersa en un presente espeso que corría con lentitud, tironeado por un pasado que no quería dejarla ir.
04/10/86. 06/10/10. El pasado ahora tenía ubicación. Era casi palpable, casi cercano, era casi presente. Era más real que todas esas sombras a su alrededor que la empujaban hacia un futuro al que ella no quería llegar.
Debía averiguar qué significaban aquellas fechas. Debía acercarse a esos dos momentos de la historia y sentirlos suyos, sentir que el rompecabezas de su existencia por fin encajaba. Debía acercarse a su madre y para ello debía hablar con Martín Verdi.
Llegó a la sala de profesores y entró sin siquiera plantearse que buscar e increpar a un alumno (que ni siquiera había sido alumno suyo) de esa forma podría ocasionarle problemas. Su problema no era lo que sucedería: su problema era lo que había sucedido.
Se sentó frente a la computadora y buscó en la base de datos, sintiendo todas las miradas clavadas en su espalda. Ella nunca iba allí. Ella no era una simple docente que podía sentarse a criticar o alabar a sus alumnos, con una taza de café espantoso en la mano y un cigarrillo en la otra, por lo que siempre pasaba los recreos y ratos libres en la sala de música, frente al teclado.
Consciente de que los demás intentarían averiguar la razón de su misteriosa visita, ingresó los datos del chico apresuradamente y sin dignarse a mirar hacia atrás. Afortunadamente, sólo existía un Verdi en la escuela y era a quien estaba buscando, razón por la cual pronto se vio liberada de aquella horrible sala impregnada con olor a cigarrillo.
El reloj del pasillo le avisaba que el último recreo del día estaba por terminar, pero su resolución era tan firme que estaba dispuesta a pedir que el chico saliera del salón si era necesario. No podía aplazar ni un minuto más la búsqueda de respuestas; ya había esperado demasiado en su vida.
Sus pies comenzaron a moverse sin que ella tuviera que pensarlo, y atravesó el mar de jóvenes con la habilidad de una persona que había evitado a todo el mundo todo el tiempo. Pudo escuchar las risitas y los comentarios susurrados de los alumnos mientras pasaba (-es una loca, -no debe tener marido, -es re joven pero parece una bruja, -odio sus clases nos hace leer sobre música más aburrida que los tangos de mi abuela, boludo) pero también estaba inmunizada contra eso y llegó al tercer piso con el toque de timbre.
Los chicos comenzaron a entrar en sus aulas y Johanna se apresuró a encontrar el salón que buscaba. Era el último de la derecha.
-¿Quién es Martín Verdi?- exclamó, a un volumen aturdidor.
30 pares de ojos la miraron, asombrados. Algunas chicas se rieron sin pudor al reconocerla. Nunca había tenido a ese año pero todos conocían los rumores de la “loca de música”.
-¿Quién es Martín Verdi?- repitió, esta vez con un tono soportable-. Necesito hablar con él.
Todos se miraron pero permanecieron inmutables.
-Vos- dijo Johanna, increpando al joven que se sentaba junto a la puerta-. ¿Dónde está Verdi?
-Ahí- contestó con desprecio, señalando a un joven con campera blanca que acababa de entrar al salón.
-¿Verdi? ¿Martín Verdi?
Dos ojos cansados se encontraron con los suyos. El muchacho, ojeroso y casi tan pálido como el blanco de su campera, asintió con desgano.
-Vamos afuera. Necesito hablar con vos.
El brillo particular de la mirada de aquel joven y su actitud pasiva causaron estragos en la resolución de Johanna. Esperaba encontrarse con un adolescente como la mayoría, rebelde y maleducado y, por el contrario, se había topado con alguien apesadumbrado y desconectado de realidad. En pocas palabras, se había encontrado a alguien parecido a ella.
<<Yo me veía igual cuando tenía su edad. Es casi como mirarme en un espejo>>
Nuevamente el pasado se le presentaba ante sus ojos y de la forma más inesperada. ¿Qué esperaba de ella aquel chico? Sentía un desconocido impulso de ser amable y demostrarle que podía entender lo que se escondía detrás de esos ojos apagados.
-¿En qué la puedo ayudar?- murmuró Martín y Johanna sintió como los recuerdos la empujaban con su peso...

(-¿En qué te puedo ayudar?- le dijo, con una sonrisa.
Johanna respiraba entrecortadamente. Era el momento de hacerse cargo de eso que había soñado tantas noches, de eso que anidaba en su pecho y que necesitaba dejar salir.
-Quiero estudiar Dirección de Orquesta.
El joven ensachó su sonrisa y ella temió que se burlara pero, por el contrario, le preguntó:
-¿Puedo escucharte tocar algo en el piano?
Ella asintió fervorosamente. Había practicado Lied de Primavera de Mendelssohn durante meses con su profesora de piano y se sentía confiada. Se sentó frente al reluciente piano de la sala y dejó que sus manos hablaran por ella.
Cuando terminó, se sentía radiante. La melodía de primavera le había derretido todo miedo y la sonrisa permanente del profesor había echado por tierra todos sus temores. El silencio entre ellos se prolongó pero estaba lejos de sentirse nerviosa, su mente seguía sumergida en el suave vaivén de la obra.
-Tenés mucho talento, Johanna- dijo él, súbitamente serio-. Pero esta carrera no es algo que requiera talento solamente. Hay que dedicarle mucho tiempo y es vital que uno sienta pasión por lo que hace.
-¿Pasión? La música despierta mi pasión, mi alegría, mi tristeza, mi emoción... La música me despierta.
Esa sonrisa maravillosa se escapó de sus labios nuevamente:
-Respuesta correcta...)

-Pregunta incorrecta- le contestó Johanna, con furia.
Los ojos del chico se abrieron con sorpresa y pronto dejó relucir la coraza que escondía detrás de aquella fingida amabilidad:
-¿Qué le pasa, profesora?
Johanna sintió cómo la furia la dominaba nuevamente y la imagen de Martín se confundió con el recuerdo. Ya no era Verdi a quien tenía enfrente sino a Tomás y ya no estaba en la escuela sino en el teatro; podía ver el gesto de maldad al romper las hojas y cómo los pedazos de su partitura (alma) se dispersaban por el suelo:
-QUIERO QUE ME DIGAS PORQUÉ ROMP...ESCRIBISTE LA PARTITURA.
-¿Qué partitura? ¿Por qué me grita?- contestó el joven, imitando su tono.
Los compañeros de Martín espiaban por la puerta, alarmados por los gritos y Johanna pudo ver por el rabillo del ojo que las profesoras de los otros salones habían salido también al pasillo. Sabía que la filmarían
y que todos se reirían de ella pero no le importaba. Su cordura pendía nuevamente de una hoja pentagramada y se sentía atrapada en un acorde disonante que no lograba dominar.
-Vos encontraste la hoja de Celeste Aida- le espetó a Martín-. Quiero saber porqué pusiste esas fechas en la hoja.
El chico la miró con desconcierto y el enojo de Johanna se transformó en una incontrolable desesperación. ¿Es que no entendía? ¿Es que no se daba cuenta?
-¿Celeste?
-No, Verdi. CH-eleste- lo corrigió, cansada de la actitud de desconocimiento que él había adoptado-. Vos fuiste el que encontró la hoja, no te hagás el desentendido. Emma me dijo tu nombre y el de un amigo tuyo, José o Julián...
Los ojos del joven estaban empañados y ella supo que el pasado se había robado a su interlocutor. Los parecidos entre Martín y ella seguían en aumento, al igual que la necesidad de huir. Ese chico la había desestabilizado como nadie había hecho en mucho tiempo. Pensó que era una broma muy pesada de la vida que otro Verdi estuviera quebrando la máscara que tanto le había costado construir.
-Giusse...Martín. Respondeme- le dijo, ya casi en tono de súplica. El chico negó con la cabeza y se metió al salón.
Sus gritos habían reunido una gran cantidad de gente y con la huida de Martín ella había quedado sola entre esa multitud (público). El silencio le indicó que todos esperaban más gritos (errores) y sintió nuevamente el tirón de los recuerdos. Parpadeó para enfocar ese pasillo (escenario) y les dirigió miradas heladas a los chicos (músicos) que se reían. Ella no era una loca (fracaso).
Sus pies trastabillaron y sintió cómo su entereza terminaba por quebrantarse. ¿Era todo aquello otro espectáculo fallido? ¿Desde cuándo su vida se había convertido en una parodia, en una obra teatral? Bajó las escaleras peligrosamente, sintiendo la presión del aire en sus oídos.
¿Qué era aquello que la ahogaba en su pecho? Su corazón latía, sus pulmones se llenaban de aire y, sin embargo, ella sentía un vacío. ¿Qué era su vida? ¿Qué drama espantoso había montado en las tablas de sus años? No lo sabía. Y el no saber trepaba por su garganta en un grito que no conseguía dejar salir.
Quería sentir. Quería levantarse cada mañana sabiendo que algo la esperaba para hacerla vibrar, para hacerla emocionarse hasta las lágrimas, quería saberse fuera de sí por la violencia de sus emociones. Quería vivir su presente pero sólo conseguía sumergirse aún más en un pasado nebuloso que no deseaba ser desentrañado.
Habían truncado su sueño pero había sido ella quien había truncado su vida y ahora pagaba las consecuencias de tal elección: no sabía cómo reaccionar ante esa vida que tocaba a su puerta. Las emociones la habían tomado por sorpresa y ella había hecho el ridículo nuevamente. Su vida era un gran chiste, una gran parodia de ese pasado al que finalmente había logrado parecerse: ya no avanzaba, ya no ocurría. Estaba congelada, sumergida en un presente constante, en una melodía que no hacía más que repetirse.
Logró salir de la escuela para toparse nuevamente con miles de rostros que nada le decían. Sabía que las lágrimas rodaban por su rostro mientras avanzaba por calle Balcarce pero también sabía que ese avanzar era en realidad retroceder. Ya había caminado esos pasos y sabía que los volvería a caminar.
Las campanadas lejanas de una iglesia le llegaron a los oídos y ella supo que aunque su vida no corría, las agujas del reloj sí lo hacían; algún día se encontraría con que la cuenta regresiva había terminado y entendería que los días se le habían escapado sin que ella siquiera se percatara. ¿Cómo detener el tiempo? O aún mejor, ¿cómo volver las agujas hacia atrás?
Llegó a su casa a los tropezones y el reloj de la sala le avisó que había terminado la mitad de otro día. Se sentó en una de las sillas de la cocina y dejó que el silencio reinante calmara la tempestad que se había desencadenado en su interior. Se sentía bien observar el ambiente conocido y oler el perfume de las lilas que estaban en el centro de la mesa. Era casi como sentirse completa.
<<Esta calma es mi melodía>>
Sus dedos se deslizaron por la mesa recorriendo escalas imaginarias y el recuerdo brumoso de su madre volvió a su mente. Corrió hacia el piano y acarició las frías teclas. ¿Qué tocaría? Comenzó con un do, siguió con un sol y pronto se encontró sumergida en aquella composición que había dejado olvidada. La melodía la atravesó como una espada y dejó que todas las lágrimas que nunca había llorado rodaran por sus mejillas.
Lloraba por su sueño, por su pasión, por su dolor pero, sobre todo, lloraba porque sabía que estaba purgando su ser de todos los monstruos que había guardado. Lloraba y sus manos recorrían el teclado con la fuerza de una tormenta de verano que arrasa las costas desiertas de una isla. Lloraba y podía sentir cómo los martillos golpeaban las cuerdas, al mismo tiempo que golpeaban su piel y su carne.
Y así se dejó llevar por la fuerza tropical de sus manos hacia lugares recónditos que pronto tuvo que plasmar en una hoja. Vivió la calma previa que se llenó de tensión y acordes menores para desembocar en la explosión máxima de las gotas sobre la arena. Los rayos se multiplicaron por el pentagrama y los vientos sacudieron sus claves con su fuerza titánica. El agua inundó sus armonías y limpió sus compases de todo sonido disonante para luego dar paso a un agotado sosiego de corcheas tímidas que se ralentizaron hasta apagarse.
Se alejó del piano y fue hacia al ventanal del comedor. El sol del mediodía iluminaba la ribera verde y el Paraná refulgía. El río nunca se detenía, como nunca se detenía el reloj de su vida. Miró las hojas que tenía en sus manos y comprendió que había compuesto eso que durante tanto tiempo había estado estancado en su pecho. El reloj seguía corriendo, el río seguía avanzado. Tomó la birome y escribió “Futuro”. Tic, tac. El reloj seguía corriendo. Era hora de que tocara su propia melodía.

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