Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 6 de octubre de 2013

4.02 - Martín

La Vita Strangiato — “A Lerxt in Wonderland”
 
Hubiera preferido que la pantalla apagada le devolviera su reflejo —una silueta oscura apenas recortada del resto de su habitación proyectada en escala de grises—, pero no había conseguido hacerse del valor para siquiera levantar la tapa. Sus dedos tamborileaban sobre el escritorio; cada tanto acomodaba y desacomodaba la tarea para el día siguiente. Su mente estaba allí y en mil —«posibilidades»— lugares a la vez. ¿Qué había más allá del botón de encendido? ¿Qué lo aterrorizaba más, lo que no sabía o lo que podía llegar a descubrir? Y, ya puestos, ¿cuánto estaba realmente dispuesto a averiguar?
Se acomodó en su asiento, quedando en una posición torcida en la que el apoyabrazos se le clavaba en la espalda pero podía descansar los pies sobre el librero. No tardó en volver a rotar, optando finalmente por pararse. Se pasó una mano por la cara, dejando que parte de su sudor se le pegara a la nariz grasienta. Los mechones, ya disparados en todas direcciones, se desviaron aún más cuando sus dedos nerviosos los golpearon. En momentos como aquel deseó ser alguna clase de drogadicto. Cigarrillos, alcohol, heroína, loquesea. No podía ni siquiera viciar con algún videojuego, en su computadora sólo había cómics digitalizados y música demasiado dolorosa como para escuchar. No entendía lo que decían sus canciones, jamás había leído las letras y tampoco le interesaba hacerlo; y aunque quisiera acercarse a lo que sus —«rush»— artistas favoritos habían escrito para acompañar las melodías, dudosamente llegaría a entender algo. Estaban todas en inglés gritado —excepto por La Villa, que, al ser muda, era la única que había podido seguir escuchando. Hasta entonces. Suspiró.
Una sensación de inseguridad le tomaba el cuerpo. Teniendo la notebook de Cito frente a sí se sentía desnudo. Intentó abrazarse, recuperar la —«seguridad»— confianza de que todo estaba bien que la campera blanca siempre le devolvía, pero ya no estaba allí. Sus brazos estaban desnudos sobre la remera de mangas cortas; no pudiendo evitar el reflejo de oler, se los acercó a la cara. Era como el gesto automático de mirar la hora sin tener reloj. La mente —o al menos parte— sabe que ya no está ahí, pero el cuerpo aún no lo registra. Cerró los ojos y evocó el olor familiar. Ya no estaba allí, claro, pero su fantasma aún habitaba el borde de su —«gra sien ta»— nariz. Era como cuando escuchaba la voz de Cito: una sensación —«evanescen ce te»— vaporosa. Pero, en algún sentido, sí estaba allí. Estaba completamente seguro de que, por muy etérea que pudiera ser, seguía siendo real, aunque...
Canela. No, no era canela, aunque eso fuera lo primero que le venía a la cabeza cada vez que se detenía a oler la campera —o su fantasma. Era el hedor del desodorante de chocolate que su amigo solía ponerse en cada oportunidad que tenía.
Encendió y apagó los parlantes. Se dejó caer sobre la cama deshecha y la —«drama tismo desmedido»— vista se le escapó entre las sábanas. Se quedó viendo el vacío más allá del colchón, pasando la puerta entreabierta y, a través del ventanal del living, la calle. La casa estaba a oscuras y no había padres ni gato a la vista. Parpadeó, recuperando un poco de su sentido de la realidad. Se incorporó pensando que, hacía una semana, muy seguramente hubiese aprovechado la casa para invitar a Cito o ver porno con volumen. Se recordó, entornando los ojos sobre el escritorio y cruzándose de brazos, que la primera ya no podía ser. De la segunda opción no tenía la más mínima gana. Era como si el vacío sobre su cuerpo —la falta de ese elemento tan esencial como la campera— se hubiese transmutado a su interior. Pensó en —«un cancer»— Celeste y en el Tetris. La misma tarde que se habían chocado, luego de —«alguna solo dios manera sabe como»— llegar a Arcadia, había comprado un videojuego de Tetris —«8 millones trescientos7mil en uno»— portátil que seguía sobre el librero —juntando polvo de ya tres días en su caja de cartón barato con instrucciones mal traducidas del chino al inglés. Incluso le había comprado pilas en el mismo puesto callejero, pero ambos habían sido abandonados frente a una mezcla de libros de texto, novelas que había leído por obligación escolar y tomos recopilatorios de Los Cuatro —«el kirby rey»— Fantásticos de la década del ‘60.
Se dignó a levantarse y volvió a encender los parlantes. Eligió en el reproductor el disco de Clockwork Angels que había comprado el viernes tras el —«mi»— velorio. No había llegado a escucharlo más de una vez y media, con lo cual su cerebro aún no acababa de registrarlo. Eso no estaba bien, sino genial. Era música fresca, tolerable —ni siquiera había llegado a bajarla a la computadora, sino que la oía directamente del disco para el que habían ahorrado en carlitos compartidos y vasos de agua de canilla.
Caravan empezó a sonar. Para los gritos a los que estaba acostumbrado oír durante la mayor parte de 2112, era casi insultantemente suave. Tenía la leve idea de que la que seguía, Bu2b, era algo más emocionante. Mejor así. Quería paz para empezar a concentrarse. Le puso las pilas a la portátil y, lanzándose nuevamente sobre la cama, se dispuso a batir el récord de 199.697 puntos de su padre y destruir uno o dos recuerdos.
 
***
 
La idea original había sonado perfectamente lógica en su cabeza. Claro que, bajo el mismo criterio, un tigre puede verse perfectamente tierno hasta el momento en que rompe el vidrio del jeep en el que hacías zafari, atina a hundir sus colmillos y zarpas en tu cuello, bañarse en tu sangre y, sediento de venganza por haber sido despertado de su siesta vespertina, jugar con tu carne ya libre de dignidad  y —«todavia sirve todavia sirve to da vi a sir-ve»— cubierta de polvo antes de, finalmente, alimentarse.
Por no ir más lejos, Pozzini lo había —«basicamente»— amenazado. Su informe de avance —un copiar y pegar manual con pequeños intervalos efectivamente artesanales para conectar ideas— era “tristísimo” y, dado el plazo de dos semanas que había tenido para prepararlo, no había “justificación posible” para semejante desvergüenza. Desde el banco de junto a Bruno Stecchi, Martín tuvo la —«justa»— picaresca idea de preguntarle a la profesora si la aparición de su compañero de grupo en la sección necrológica no contaba como “justificación posible”. Dos pensamientos súbitos lo hicieron detenerse antes de dar el envión para abrir la boca. El segundo fue el que se formó más rápido y más concreto: que el escándalo que esa mujer quería hacer era inevitable; el primero, algo más —«evanescence te»— fantasmal, fue el disparo de un recuerdo. Cito había empezado el trabajo la misma semana que la profesora lo había ordenado y se suponía que iba a pasarle las cosas después de gimnasia —sólo que no había habido un después de gimnasia. Sacudió la cabeza. ¿Cómo lo había olvidado? ¿Y cómo había conseguido recordar las —«la palabra la palabra palabra lanovatadas y llegar como por inercia a Arcadia el día anterior?
Terminó de escuchar —«la cagada a pedos»— el sermón, asintiendo a intervalos regulares y haciendo el esfuerzo de no poner los ojos en blanco.
—Está más que claro que no podés encargarte del trabajo vos solo —terció la mujer, con sus arrugas contraídas tras su pelo negro y grasiento. —En vista de tus particulares... circunstancias, creo que lo más conveniente es asignarte un compañero nuevo. ¿Voluntarios?
El murmullo —un suave colchón de comentarios por lo bajo— que hasta hacía tres segundos había dominado el aula desapareció en un instante. Casi sin mover las cabezas o el cuello, todos se miraron. Martín sintió cómo la mano de Bruno temblaba, a punto de levantarse y condenarlo. En otras circunstancias, le habría dado un premio por su persistencia: el chico estaba decidido a ser su nuevo mejor amigo del salón. ¿Cómo despacharlo sutilmente? No habría forma, se dijo en esos instantes interminables, menos aún con la presión de Pozzini sobre él. Tenía que pensar rápido.
Al otro lado del salón, Teresa Waldmann —condenándose así como el eslabón más débil en la cadena de mando de Amanda Grossi— sólo llegó a amagar a levantar la suya. Las uñas esmaltadas en violeta de su lideresa la detuvieron antes de que su mano llegase a elevarse por encima del compartimiento para los libros de su banco. No tuvo que clavarle sus ojos de cuervo a su socia, sabía que había captado el mensaje y muy dudosamente osara repetir semejante imprudencia.
Las miradas nerviosas se prolongaron durante un momento más, hasta que —un latido antes de que Stecchi se ofreciera de buena gana a ser su nuevo compañero— Martín habló:
—Para el viernes, sin falta, tiene el avance en su escritorio. Con tres páginas más y a máquina.
La tensión duró un instante más. La profesora se volvió hacia la pila de papeles que tenía sobre el escritorio y dio una última mirada al insulto que su alumno había tenido el descaro de presentar. Garabateado, en mitad lápiz y mitad tinta, con tachaduras, baches de corrector e inclusive mal abrochado. Una obra de arte. Aún no tenía el 5 (cinco) en rojo que se merecía, pero sus ojos de sapo ya habían dibujado la nota sobre el papel. Dio un suspiro y se cruzó de brazos.
—Hasta el viernes. Me lo dejás en el departamento de arte a la entrada.
Le entregó su trabajo y Teresa contuvo una mueca. A un lado de María Vistarini, dos filas detrás de Martín, Fernando Botardi se acomodó en su asiento. Hubo un chasquido mínimo, casi imperceptible. Su silla, al ser corrida, había arrastrado y alejado su banco unos milímetros del de María.
 
***
 
Cito había vivido toda su relativamente corta vida en Buenos Aires al 900, en algún número en concreto que había estado siempre fuera de su alcance. Sólo sabía —y eso le bastaba— que era el departamento 4B de un edificio casi a mitad de cuadra, acercándose más a Rioja que a San Luis. No era moderno ni tenía pretensiones de serlo. A diferencia de la mayor parte de los edificios nuevos, estaba pintado. Era rojo sangre —incluso se veía como una tonalidad espesa— y tenía dos balcones por piso, separados por unos metros de vacío decorado con un arco mugriento que entraba y salía de la pared, emergiendo de una especie de toldo sobre la puerta vidriada del vestíbulo. Siempre le había parecido una serpiente de concreto que ascendía eternamente hacia la terraza, quedando absorbida pasando el piso doce. O quizá se detenía por supersticiosa. ¿Importaba acaso? Importaba quedarse allí, simplemente mirando —loquesea para no tener que tocar el timbre. ¿Qué iba a decir? “Hola, es Martín, vengo a buscar los apuntes de su hijo muerto para no tener que dar lástima y/o hacerme amigo de los idiotas del curso con los que igualmente voy a tener que convivir en unos meses en Bariloche. ¿Me abre?”.
Se armó de valor y de una inspiración y —«apreto»— tocó el timbre.
—¿Sí? —preguntó una voz en estática casi al instante.
—Martín —escupió sin pensar, llevado por la inercia de la costumbre.
Hubo una pausa. Se dijo que, de no ser por la moto que pasaba a sus espaldas y el ruido de calle en general, aquel habría sido un silencio dramático. Se abrazó a la campera, que había dejado de ser blanca hacía al menos tres días, y esperó.
El portero eléctrico comenzó a chirriar y Martín abrió la puerta, haciendo girar todos los engranajes de su mente. ¿Qué iba a decirle? Sus goznes vibraban ante el esfuerzo mental, pero no se le aparecía ninguna excusa para invadir el departamento. Claro que siempre podía recurrir a las respuestas instintivas. “Martín” había sido un efectivo resumen de todo lo que había maquinado antes de tocar el timbre.
El ascensor de la izquierda lo llevaba al rellano del cuarto piso, donde una puerta abierta lo invitaba a una experiencia de la que ya no se sentía tan deseoso de participar. La cabeza de la señora Pérez se coló fuera del marco de su puerta y lo llamó enérgicamente con la mano. Tras de sí, el ascensor se cerró con un resoplido y, abrazándose de la campera nuevamente, Martín agachó la cabeza todo el camino al departamento 4B.
 
***
 
No había tenido que decir nada —en efecto, no había siquiera abierto la boca en los quince minutos que llevaba dentro del apartamento. La escena se había desarrollado como una pantomima o alguna clase de película muda a todo color —incluso oía a la distancia una pieza de música clásica acelerada e inquietantemente alegre. Se dijo que la madre de Cito debía necesitar alguna clase de acompañamiento para sobrellevar su pérdida. Él, por su parte, no recordaba pasar voluntariamente más de cinco minutos sin música. Incluso había logrado que la profesora de Matemática accediera a dejarles ponerse auriculares a la hora de hacer los ejercicios. Lo que le llegaba desde el otro lado de la casa no era de su particular agrado, no, pero lo hacía sentir mejor —incluso menos solo.
Lidia —así se llamaba la madre de Cito, como recordó súbitamente al tiempo que la mujer le dejaba sobre la mesa de la cocina una taza de chocolate tibio y una porción de postre de vainilla— se sentó frente a él y cruzó los dedos, apoyando su mentón sobre ellos en una mueca pensativa. A su cabeza revuelta —más allá de lo que su peinado alto cuidadosamente armado podía delatar— no podía hacerle ningún bien tenerlo allí, pero le sonreía con alegría. Sin pensarlo, se le conjuró que podía estar viendo la campera.
—Me alegra saber que no se perdió —dijo Lidia, confirmando su idea. —Me hubiera partido el alma pensar que se había perdido para siempre.
Hablaba con una naturalidad desgarradora, como ignorando —o, más bien, sobreponiéndose— el hecho de que era su hijo el que debía estar llevándola en aquel momento y no él.
Martín tomó dos sorbos de la chocolatada y decidió no comentar que era Cito el que la bebía caliente. Probó un bocado del postre y se quedó mirando el platito, —«es no la ca ne»— extrañado.
—Ya sé —comentó Lidia, levantándose. —Le falta la canela, que se me acabó ayer. Estaba justo por ir a comprar más.
—Disculpame, no quería molestarte ni... —empezó Martín, pero la mujer lo cortó, negando con la cabeza y agitando la torre castaña que llevaba por peinado.
—No es molestia, me hace bien que estés acá —la señora Pérez le ofreció una sonrisa material, completa y alegre, pero Martín no pudo evitar pensar en cómo aquella mujer había estado deshecha en lágrimas hacía menos de una semana en el velorio de su hijo. —Pensé que te ibas a tomar un tiempo antes de volver, fue una linda sorpresa.
 Buscó apoyo en la mesada y, sin perder su aire —«detenido»— de calma, buscó la mirada de Martín. Con un tono perfumado en dulzura, dijo:
—¿Te puedo preguntar qué viniste a buscar?
El chico se quedó un momento callado, intentando organizar su mente para decir algo coherente. Cerró los ojos, esperando que ante la pantalla de sus párpados se apareciera la respuesta adecuada, pero sólo logró evocar el supermercado chino al que Lidia no había podido ir —donde solían ir con Cito para comprar galletitas y merendar viendo algún capítulo repetido de Los Simpsons en el living.
—Escuela —escupió finalmente. —Teníamos que hacer un trabajo para música y Juan tenía algo escrito. Vine a ver si lo encontraba.
—Pasá a su pieza entonces —dijo Lidia con otra sonrisa maternal.
Martín hizo una mueca de asentimiento y dio el último bocado al postre de vainilla antes de dejarlo en la pileta y, tomando su mochila, atravesar la cocina y enfrentar el pasillo, dejando atrás a la señora Pérez y su calma enfermiza.
 
***
 
A lo largo del corredor que lo llevaba al resto de las habitaciones de la casa había una serie de fotografías familiares que empezaban con el feliz casamiento de los Pérez, una particular unión de personas de igual apellido y expresión de alegría. No obstante, las fotos iban opacándose a medida que avanzaba hacia el cuarto de Cito. A mitad del pasillo, a la altura del living —desde donde llegaba la sobrenatural música de película muda—, comenzaban a entrelazarse las figuras del señor Pérez y su compadre, que habrían de intercambiar lugares junto a Lidia tras la muerte del primero por una diabetes descuidada. No obstante, el padrastro de su amigo no tardaba demasiado en desaparecer de la pared, incapaz de seguir enseñando su dentadura perfecta o su abdomen tallado con horas de gimnasio y amoríos. A la altura donde Martín empezaba a compartir los cuadros con su amigo —«del alma donde esta tu alma»—, el hombre ya no lo observaba desde sus marcos de caoba con su expresión perfecta. Pasando la foto que el coordinador les había tomado el último día del campamento de segundo año, aferrándose a la campera blanca y a su olor —«a canela idiota»— familiar, se preguntó si aquella despreciable criatura lo habría afectado gravemente, si su cara se había visto siempre tan alegre porque buscaba opacar lo oscuro de su hogar —y, finalmente, si no había empezado a actuar para rehuir de la realidad misma. Acabó por darse de bruces contra la puerta, demasiado ensimismado en sus pensamientos como para concentrarse realmente en —«la realidad misma»— el mundo que lo rodeaba. La cabeza le vibraba tanto como la puerta al abrirse. Se sujetó la nariz —«rogando»— esperando que no le sangrara; ya se había cumplido con la cuota de derramamiento de sangre para él y esa familia.
La habitación seguía igual que como la recordaba. ¿Y por qué hacer cambios ahora?, se preguntó mientras luchaba con el revoltijo que se le formaba en el estómago. La cama estaba tendida y no había una mota de polvo. No pudo evitar preguntarse si la señora Pérez había vuelto a entrar allí desde que se le había comunicado de la defunción de su hijo. ¿Había pasado la aspiradora por última vez hacía casi una —«vida»— semana atrás? ¿O se había abalanzado dentro con una pala y una escoba para redimirse de haber presenciado impasible cómo su Juan se sumergía en la mugre de los cadáveres en el entierro al que él no había tenido —«huevos»— el valor de acudir?
En el cuarto no había ventanas, sólo una puerta que siempre permanecía cerrada, con lo cual el aire había quedado embotellado y mezclado con el —«canela»— olor al desodorante y los pedos de un muerto. Internándose más, e intentando —«sobreponerse»— ignorar la sensación de irrealidad y soledad que lo embargaba como lo había hecho en el velorio, se recordó que al menos ahora sabía qué era la canela. Era un avance.
El escritorio estaba cubierto de marcas circulares en las que la madera se hinchaba por la terca decisión de no usar posavasos para la gaseosa o chocolatada que acompañara los postres de vainilla espolvoreados con canela. Se abrazó a la campera y casi le dolió no tener que refugiarse en ella para sentir el olor a Cito. Flotando como una nube, cubriéndolo todo, se había vuelto una suerte de —«tufeo»— peste; lo sentía sucio, como si su extensión desmedida fuese un sacrilegio.
En el centro del escritorio había una pila de papeles que recogió y se dispuso a revisar, sentándose en la silla giratoria. La almohadilla lo recibió con un crujido familiar y Martín se permitió sonreírle a—«cito»—l vacío. ¿Cuán —«morboso»— triste era que justamente allí, de todos los lugares posibles, se sintiera más cómodo que nunca desde el accidente? Deslizó sus dedos sobre la caligrafía ilegible de su amigo, sin poder contener una mueca de —«dolor»— amargura. Barrió el lugar con la mirada, pensando en cómo allí dentro, en la forma de un —«a nube»— espectro invisible, su amigo seguía vivo. El encierro lo había capturado y...
Abrió los ojos como platos. Y él había dejado la puerta abierta. Antes de que pudiera echarse sobre ella y cerrarla con violencia desesperada, la silueta de la señora Pérez apareció en el umbral.
—¿Querés que la lave? —preguntó, señalando la campera a la que, con la mano libre de papeles, Martín se aferraba como un niño a su juguete más preciado. —No te preocupés, te la puedo mandar a tu casa cuando esté limpia.
El chico abrió la boca para responder pero no encontró palabras. No quería desprenderse de la campera; por el espacio de casi una semana había sido su ancla a la débil realidad —«misma»— frente a sus ojos. ¿Cómo sobreviviría sin ella? ¿Cuánto le tomaría hasta sumergirse en la —«mugre de los muertos»— locura?
—Te podés llevar otra cosa mientras tanto —agregó la mujer, ladeando la cabeza. —Si querés.
Su mente aulló que, más que querer, lo necesitaba. Se quitó la prenda con suavidad —no como si temiera romperla, sino más bien faltarle el respeto. Lidia la tomó, le regaló otra de sus sonrisas —«enfermas»— y salió, dejando a Martín nuevamente solo.
Ya no sentía la imperiosa necesidad de cerrar la puerta y volver a poner en cuarentena el sancta sanctórum. Ahora Cito fluía con —«ligereza»— libertad por el departamento y pronto se escaparía por el balcón.
Volvió a mirar las hojas. Lo que fuere que su amigo hubiese adelantado del trabajo no estaba allí, no necesitaba revisarlas a consciencia para comprobarlo. Bajo la torre de hojas que apartó, cerrada hasta entonces para siempre, la notebook de Cito le devolvía su reflejo desde la tapa de plástico espejado. Lo que necesitaba estaba dentro. La tomó en sus manos, arrimándola al borde del escritorio, y fue repentinamente consciente de que todo lo que su mejor amigo le había ocultado en cinco años de amistad estaba frente a sí. Pensó en Celeste y en las comedias musicales, en la Forza y —«no era esa no opera tam de bien»— Verdi.
No.
No podía abrirla allí, no estaba preparado, pero, por el bien de su nota y su sanidad mental, tenía que ver. Una idea se le disparó en la cabeza: no tenía porqué hacerlo allí; podía sencillamente llevársela a casa y abrirla cuando sintiera que fuera el momento. Echó una mirada al umbral. Sin contar la música y la nube de olor a Cito, el pasillo estaba desierto. Abrió la mochila y guardó la computadora y el cargador dentro, convenciéndose de que lo que hacía estaba —en un sentido muy retorcido— bien. El cierre llegó al otro lado y tuvo que detenerse a respirar. Tosió el aire enrarecido y se obligó a componerse. Cerró los ojos y esperó unos segundos a que la calma le volviera al cuerpo. Cuando los abrió, ya se había incorporado y tenía sus manos sobre los paneles del placard. Dentro estaba el guardarropa completo de su amigo, pero no buscaba una prenda. Sacó el cajón del medio e hizo el esfuerzo de contener el ansia de sus manos. Al cabo de unos momentos, sus dedos se toparon con un círculo metálico y lo sacaron. Bajo la débil luz que se colaba desde el pasillo, se quedó al menos un minuto contemplando el colgante del Hombre y la Estrella.
Saludó a la señora Pérez y se fue.
 
***
 
Su máxima puntuación, tras perder en doce ocasiones, fueron unos miserables 54.350 puntos. Desistió en su intento de llegar más allá del nivel siete y apagó la portátil. Clockwork Angels estaba a punto de terminar su tercera vuelta y no estaba seguro de cuál era la canción que más le había gustado. Se acercó a la pantalla del reproductor. Aún no podía identificar los títulos. Se dijo que ya lo descubriría otro día. Suspiró y volvió a tumbarse en la cama. Iba a tener que abrir la notebook de Cito en algún momento antes de que terminara el jueves y tener preparado algo sustancioso para las siete y media del viernes. Ni siquiera sabía cuánto había efectivamente escrito su amigo antes de...
Se incorporó de un salto, con el ceño titilándole en miles de emociones diferentes. Se llevó el colgante del Hombre y la Estrella al corazón y contuvo el escalofrío combinado con el vacío en el pecho mezclado con unas fuertes ganas de vomitar. Aquella misma tarde se cumplía una semana del accidente. La garganta se le cerró y sus piernas se doblaron con la certeza de que aproximadamente a esa misma hora —a punto de que las cinco dieran paso a las seis y a través de la ventana el pasillo se perdiera en la oscuridad— Cito había dejado de vivir.
Quiso llorar, gritar, patalear, subir el volumen hasta que la vibración destrozara los parlantes, hacer algo en lugar de quedarse echado en el suelo, apenas respirando —apenas existiendo. Giró la cabeza y obligó a sus ojos a concentrarse en el vacío bajo su cama. Allí habitaba una negrura absoluta, imperturbable que —«la muerte»— le despertó una idea horrible. Intentó levantarse, pero su cuerpo no le respondía —como muy seguramente debería haberle sucedido a Cito, si es que había tenido unos terribles instantes para intentar procesar lo que le había ocurrido. ¿Qué le había ocurrido? Sí, sabía perfectamente que un camión lo había —«pisado»— atropellado, pero no había tenido el valor de comprobar los daños. Se había quedado allí, en el medio del —«nada»— paso, lejos de todo para no mirar. ¿Había muerto en el hospital? ¿Había fenecido en la ambulancia o a segundo y medio del impacto? ¿Había quedado en una pieza y deshecho por dentro o reducido a un amasijo de carne amorfo y sanguinolento? Intentó evocar la última imagen en su cabeza y sentir el dolor de un cuerpo en manos de un carnicero borracho; se exprimió el cerebro para hacer la visión casi palpable y su emoción de culpa finalmente existente, repitiéndose en una voz ahuecada que eso sí podía vomitarlo. Pero no. Lo más lejos que llegó a visualizar fueron los bifes todavía crudos que esperaban en la heladera para la cena de esa noche. Dio un suspiro entrecortado y una gota de sudor le resbaló por la frente.
The Wreckers —que pronto descubriría era su canción favorita del disco— volvió a reproducirse y, tras la intensa introducción, sintió que podía simplemente quedarse allí. Había calma en lo que seguía y la letra, aunque incomprensible, lo calmaba. En cosa de un minuto o dos quizá podría levantarse —y enfrentar la verdad.
Le tomó una pista más incorporarse y llegar a sentarse en la silla —«giratoria»— del escritorio. Hizo a un lado su notebook, desconectando los parlantes, y acercó la de Cito. Respiró hondo repetidas veces antes de dignarse a siquiera abrir la tapa. Tomó su celular y, tras conectarle los parlantes huérfanos, eligió el single combinado de Overture/The Temples of Syrinx. Sólo así pudo sentir correr por sus venas el valor suficiente para encenderla.

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