La
Vita Strangiato — “A
Lerxt in Wonderland”
Hubiera preferido que la pantalla
apagada le devolviera su reflejo —una silueta oscura apenas
recortada del resto de su habitación proyectada en escala de
grises—, pero no había conseguido hacerse del valor para siquiera
levantar la tapa. Sus dedos tamborileaban sobre el escritorio; cada
tanto acomodaba y desacomodaba la tarea para el día siguiente. Su
mente estaba allí y en mil —«posibilidades»— lugares a
la vez. ¿Qué había más allá del botón de encendido? ¿Qué lo
aterrorizaba más, lo que no sabía o lo que podía llegar a
descubrir? Y, ya puestos, ¿cuánto estaba realmente dispuesto
a averiguar?
Se acomodó en su asiento,
quedando en una posición torcida en la que el apoyabrazos se le
clavaba en la espalda pero podía descansar los pies sobre el
librero. No tardó en volver a rotar, optando finalmente por pararse.
Se pasó una mano por la cara, dejando que parte de su sudor se le
pegara a la nariz grasienta. Los mechones, ya disparados en todas
direcciones, se desviaron aún más cuando sus dedos nerviosos los
golpearon. En momentos como aquel deseó ser alguna clase de
drogadicto. Cigarrillos, alcohol, heroína, loquesea. No podía
ni siquiera viciar con algún videojuego, en su computadora sólo
había cómics digitalizados y música demasiado dolorosa como para
escuchar. No entendía lo que decían sus canciones, jamás había
leído las letras y tampoco le interesaba hacerlo; y aunque quisiera
acercarse a lo que sus —«rush»— artistas favoritos
habían escrito para acompañar las melodías, dudosamente llegaría
a entender algo. Estaban todas en inglés gritado —excepto por La
Villa, que, al ser muda, era la única que había podido seguir
escuchando. Hasta entonces. Suspiró.
Una sensación de inseguridad le
tomaba el cuerpo. Teniendo la notebook de Cito frente a sí se sentía
desnudo. Intentó abrazarse, recuperar la —«seguridad»—
confianza de que todo estaba bien que la campera blanca
siempre le devolvía, pero ya no estaba allí. Sus brazos estaban
desnudos sobre la remera de mangas cortas; no pudiendo evitar el
reflejo de oler, se los acercó a la cara. Era como el gesto
automático de mirar la hora sin tener reloj. La mente —o al menos
parte— sabe que ya no está ahí, pero el cuerpo aún no lo
registra. Cerró los ojos y evocó el olor familiar. Ya no estaba
allí, claro, pero su fantasma aún habitaba el borde de su —«gra
sien ta»— nariz. Era como cuando escuchaba la voz de
Cito: una sensación —«evanescen ce te»— vaporosa. Pero,
en algún sentido, sí estaba allí. Estaba completamente seguro de
que, por muy etérea que pudiera ser, seguía siendo real,
aunque...
Canela.
No, no era canela, aunque eso fuera lo primero que le venía a la
cabeza cada vez que se detenía a oler la campera —o su fantasma.
Era el hedor
del desodorante de chocolate que su amigo solía ponerse en cada
oportunidad que tenía.
Encendió y apagó los parlantes.
Se dejó caer sobre la cama deshecha y la —«drama tismo
desmedido»— vista se le escapó entre las sábanas. Se quedó
viendo el vacío más allá del colchón, pasando la puerta
entreabierta y, a través del ventanal del living, la calle. La casa
estaba a oscuras y no había padres ni gato a la vista. Parpadeó,
recuperando un poco de su sentido de la realidad. Se incorporó
pensando que, hacía una semana, muy seguramente hubiese aprovechado
la casa para invitar a Cito o ver porno con volumen. Se recordó,
entornando los ojos sobre el escritorio y cruzándose de brazos, que
la primera ya no podía ser. De la segunda opción no tenía la más
mínima gana. Era como si el vacío sobre su cuerpo —la falta de
ese elemento tan esencial como la campera— se hubiese transmutado a
su interior. Pensó en —«un cancer»— Celeste y en el
Tetris. La misma tarde que se habían chocado, luego de —«alguna
solo dios manera sabe como»— llegar a Arcadia, había comprado
un videojuego de Tetris —«8 millones trescientos7mil en uno»—
portátil que seguía sobre el librero —juntando polvo de ya tres
días en su caja de cartón barato con instrucciones mal traducidas
del chino al inglés. Incluso le había comprado pilas en el mismo
puesto callejero, pero ambos habían sido abandonados frente a una
mezcla de libros de texto, novelas que había leído por obligación
escolar y tomos recopilatorios de Los Cuatro —«el kirby rey»—
Fantásticos de la década del ‘60.
Se dignó a levantarse y volvió
a encender los parlantes. Eligió en el reproductor el disco de
Clockwork Angels que había comprado el viernes tras el —«mi»—
velorio. No había llegado a escucharlo más de una vez y media, con
lo cual su cerebro aún no acababa de registrarlo. Eso no estaba
bien, sino genial. Era música fresca, tolerable —ni
siquiera había llegado a bajarla a la computadora, sino que la oía
directamente del disco para el que habían ahorrado en carlitos
compartidos y vasos de agua de canilla.
Caravan empezó
a sonar. Para los gritos a los que estaba acostumbrado oír durante
la mayor parte de 2112, era casi insultantemente suave. Tenía la
leve idea de que la que seguía, Bu2b,
era algo más emocionante. Mejor así. Quería paz para empezar a
concentrarse. Le puso las pilas a la portátil y, lanzándose
nuevamente sobre la cama, se dispuso a batir el récord de 199.697
puntos de su padre y destruir uno o dos recuerdos.
***
La idea original había sonado
perfectamente lógica en su cabeza. Claro que, bajo el mismo
criterio, un tigre puede verse perfectamente tierno hasta el
momento en que rompe el vidrio del jeep en el que hacías
zafari, atina a hundir sus colmillos y zarpas en tu cuello, bañarse
en tu sangre y, sediento de venganza por haber sido despertado de su
siesta vespertina, jugar con tu carne ya libre de dignidad y
—«todavia sirve todavia sirve to
da vi a sir-ve»— cubierta de polvo antes de,
finalmente, alimentarse.
Por no ir más lejos, Pozzini lo
había —«basicamente»— amenazado. Su informe de avance
—un copiar y pegar manual con pequeños intervalos efectivamente
artesanales para conectar ideas— era “tristísimo” y,
dado el plazo de dos semanas que había tenido para prepararlo, no
había “justificación posible” para semejante
desvergüenza. Desde el banco de junto a Bruno Stecchi, Martín tuvo
la —«justa»— picaresca idea de preguntarle a la
profesora si la aparición de su compañero de grupo en la sección
necrológica no contaba como “justificación posible”. Dos
pensamientos súbitos lo hicieron detenerse antes de dar el envión
para abrir la boca. El segundo fue el que se formó más rápido y
más concreto: que el escándalo que esa mujer quería hacer
era inevitable; el primero, algo más —«evanescence te»—
fantasmal, fue el disparo de un recuerdo. Cito había empezado el
trabajo la misma semana que la profesora lo había ordenado y se
suponía que iba a pasarle las cosas después de gimnasia —sólo
que no había habido un después de gimnasia. Sacudió la
cabeza. ¿Cómo lo había olvidado? ¿Y cómo había conseguido
recordar las —«la palabra la palabra palabra
la— novatadas y llegar como por inercia a Arcadia el día
anterior?
Terminó de escuchar —«la
cagada a pedos»— el sermón, asintiendo a intervalos regulares
y haciendo el esfuerzo de no poner los ojos en blanco.
—Está más que claro que no
podés encargarte del trabajo vos solo —terció la mujer, con sus
arrugas contraídas tras su pelo negro y grasiento.
—En vista de tus particulares... circunstancias,
creo que lo más conveniente es asignarte un compañero nuevo.
¿Voluntarios?
El murmullo —un suave colchón
de comentarios por lo bajo— que hasta hacía tres segundos había
dominado el aula desapareció en un instante. Casi sin mover las
cabezas o el cuello, todos se miraron. Martín sintió cómo la mano
de Bruno temblaba, a punto de levantarse y condenarlo. En otras
circunstancias, le habría dado un premio por su persistencia: el
chico estaba decidido a ser su nuevo mejor amigo del salón.
¿Cómo despacharlo sutilmente? No habría forma, se dijo en esos
instantes interminables, menos aún con la presión de Pozzini sobre
él. Tenía que pensar rápido.
Al otro lado del salón, Teresa
Waldmann —condenándose así como el eslabón más débil en la
cadena de mando de Amanda Grossi— sólo llegó a amagar a levantar
la suya. Las uñas esmaltadas en violeta de su lideresa la detuvieron
antes de que su mano llegase a elevarse por encima del compartimiento
para los libros de su banco. No tuvo que clavarle sus ojos de cuervo
a su socia, sabía que había captado el mensaje y muy dudosamente
osara repetir semejante imprudencia.
Las miradas nerviosas se
prolongaron durante un momento más, hasta que —un latido antes de
que Stecchi se ofreciera de buena gana a ser su nuevo compañero—
Martín habló:
—Para el viernes, sin falta,
tiene el avance en su escritorio. Con tres páginas más y a máquina.
La tensión duró un instante
más. La profesora se volvió hacia la pila de papeles que tenía
sobre el escritorio y dio una última mirada al insulto que su
alumno había tenido el descaro de presentar. Garabateado, en mitad
lápiz y mitad tinta, con tachaduras, baches de corrector e inclusive
mal abrochado. Una obra de arte. Aún no tenía el 5 (cinco) en rojo
que se merecía, pero sus ojos de sapo ya habían dibujado la nota
sobre el papel. Dio un suspiro y se cruzó de brazos.
—Hasta el viernes. Me lo dejás
en el departamento de arte a la entrada.
Le entregó su trabajo y Teresa
contuvo una mueca. A un lado de María Vistarini, dos filas detrás
de Martín, Fernando Botardi se acomodó en su asiento. Hubo un
chasquido mínimo, casi imperceptible. Su silla, al ser corrida,
había arrastrado y alejado su banco unos milímetros del de María.
***
Cito había vivido toda su
relativamente corta vida en Buenos Aires al 900, en algún número en
concreto que había estado siempre fuera de su alcance. Sólo sabía
—y eso le bastaba— que era el departamento 4B de un edificio casi
a mitad de cuadra, acercándose más a Rioja que a San Luis. No era
moderno ni tenía pretensiones de serlo. A diferencia de la mayor
parte de los edificios nuevos, estaba pintado. Era rojo sangre
—incluso se veía como una tonalidad espesa— y tenía dos
balcones por piso, separados por unos metros de vacío decorado con
un arco mugriento que entraba y salía de la pared, emergiendo de una
especie de toldo sobre la puerta vidriada del vestíbulo. Siempre le
había parecido una serpiente de concreto que ascendía eternamente
hacia la terraza, quedando absorbida pasando el piso doce. O quizá
se detenía por supersticiosa. ¿Importaba acaso? Importaba
quedarse allí, simplemente mirando —loquesea para no tener
que tocar el timbre. ¿Qué iba a decir? “Hola, es Martín, vengo a
buscar los apuntes de su hijo muerto para no tener que dar lástima
y/o hacerme amigo de los idiotas del curso con los que igualmente voy
a tener que convivir en unos meses en Bariloche. ¿Me abre?”.
Se armó de valor y de una
inspiración y —«apreto»— tocó el timbre.
—¿Sí? —preguntó una voz en
estática casi al instante.
—Martín —escupió sin
pensar, llevado por la inercia de la costumbre.
Hubo una pausa. Se dijo que, de
no ser por la moto que pasaba a sus espaldas y el ruido de calle en
general, aquel habría sido un silencio dramático. Se abrazó
a la campera, que había dejado de ser blanca hacía al menos tres
días, y esperó.
El portero eléctrico comenzó a
chirriar y Martín abrió la puerta, haciendo girar todos los
engranajes de su mente. ¿Qué iba a decirle? Sus goznes vibraban
ante el esfuerzo mental, pero no se le aparecía ninguna excusa para
invadir el departamento. Claro que siempre podía recurrir a las
respuestas instintivas. “Martín” había sido un efectivo resumen
de todo lo que había maquinado antes de tocar el timbre.
El ascensor de la izquierda lo
llevaba al rellano del cuarto piso, donde una puerta abierta lo
invitaba a una experiencia de la que ya no se sentía tan deseoso de
participar. La cabeza de la señora Pérez se coló fuera del marco
de su puerta y lo llamó enérgicamente con la mano. Tras de sí, el
ascensor se cerró con un resoplido y, abrazándose de la campera
nuevamente, Martín agachó la cabeza todo el camino al departamento
4B.
***
No había tenido que decir nada
—en efecto, no había siquiera abierto la boca en los quince
minutos que llevaba dentro del apartamento. La escena se había
desarrollado como una pantomima o alguna clase de película muda a
todo color —incluso oía a la distancia una pieza de música
clásica acelerada e inquietantemente alegre. Se dijo que la madre de
Cito debía necesitar alguna clase de acompañamiento para
sobrellevar su pérdida. Él, por su parte, no recordaba pasar
voluntariamente más de cinco minutos sin música. Incluso había
logrado que la profesora de Matemática accediera a dejarles ponerse
auriculares a la hora de hacer los ejercicios. Lo que le llegaba
desde el otro lado de la casa no era de su particular agrado, no,
pero lo hacía sentir mejor —incluso menos solo.
Lidia —así se llamaba la madre
de Cito, como recordó súbitamente al tiempo que la mujer le dejaba
sobre la mesa de la cocina una taza de chocolate tibio y una porción
de postre de vainilla— se sentó frente a él y cruzó los dedos,
apoyando su mentón sobre ellos en una mueca pensativa. A su cabeza
revuelta —más allá de lo que su peinado alto cuidadosamente
armado podía delatar— no podía hacerle ningún bien tenerlo allí,
pero le sonreía con alegría. Sin pensarlo, se le conjuró
que podía estar viendo la campera.
—Me alegra saber que no se
perdió —dijo Lidia, confirmando su idea. —Me hubiera partido el
alma pensar que se había perdido para siempre.
Hablaba con una naturalidad
desgarradora, como ignorando —o, más bien, sobreponiéndose—
el hecho de que era su hijo el que debía estar llevándola en aquel
momento y no él.
Martín tomó dos sorbos de la
chocolatada y decidió no comentar que era Cito el que la bebía
caliente. Probó un bocado del postre y se quedó mirando el platito,
—«es no la ca ne»— extrañado.
—Ya sé —comentó Lidia,
levantándose. —Le falta la canela, que se me acabó ayer. Estaba
justo por ir a comprar más.
—Disculpame, no quería
molestarte ni... —empezó Martín, pero la mujer lo cortó, negando
con la cabeza y agitando la torre castaña que llevaba por peinado.
—No es molestia, me hace bien
que estés acá —la señora Pérez le ofreció una sonrisa
material, completa y alegre, pero Martín no pudo evitar pensar en
cómo aquella mujer había estado deshecha en lágrimas hacía menos
de una semana en el velorio de su hijo. —Pensé que te ibas a tomar
un tiempo antes de volver, fue una linda sorpresa.
Buscó apoyo en la mesada
y, sin perder su aire —«detenido»—
de calma, buscó la mirada de Martín. Con un tono perfumado
en dulzura, dijo:
—¿Te puedo preguntar qué
viniste a buscar?
El chico se quedó un momento
callado, intentando organizar su mente para decir algo coherente.
Cerró los ojos, esperando que ante la pantalla de sus párpados se
apareciera la respuesta adecuada, pero sólo logró evocar el
supermercado chino al que Lidia no había podido ir —donde solían
ir con Cito para comprar galletitas y merendar viendo algún capítulo
repetido de Los Simpsons en el living.
—Escuela —escupió
finalmente. —Teníamos que hacer un trabajo para música y Juan
tenía algo escrito. Vine a ver si lo encontraba.
—Pasá a su pieza entonces
—dijo Lidia con otra sonrisa maternal.
Martín hizo una mueca de
asentimiento y dio el último bocado al postre de vainilla antes de
dejarlo en la pileta y, tomando su mochila, atravesar la cocina y
enfrentar el pasillo, dejando atrás a la señora Pérez y su calma
enfermiza.
***
A lo largo del corredor que lo
llevaba al resto de las habitaciones de la casa había una serie de
fotografías familiares que empezaban con el feliz casamiento de los
Pérez, una particular unión de personas de igual apellido y
expresión de alegría. No obstante, las fotos iban opacándose a
medida que avanzaba hacia el cuarto de Cito. A mitad del pasillo, a
la altura del living —desde donde llegaba la sobrenatural música
de película muda—, comenzaban a entrelazarse las figuras del señor
Pérez y su compadre, que habrían de intercambiar lugares junto a
Lidia tras la muerte del primero por una diabetes descuidada. No
obstante, el padrastro de su amigo no tardaba demasiado en
desaparecer de la pared, incapaz de seguir enseñando su dentadura
perfecta o su abdomen tallado con horas de gimnasio y amoríos. A la
altura donde Martín empezaba a compartir los cuadros con su amigo
—«del alma donde esta tu alma»—, el hombre ya no lo
observaba desde sus marcos de caoba con su expresión perfecta.
Pasando la foto que el coordinador les había tomado el último día
del campamento de segundo año, aferrándose a la campera blanca y a
su olor —«a canela idiota»— familiar, se preguntó si
aquella despreciable criatura lo habría afectado gravemente,
si su cara se había visto siempre tan alegre porque buscaba opacar
lo oscuro de su hogar —y, finalmente, si no había empezado a
actuar para rehuir de la realidad misma. Acabó por darse de bruces
contra la puerta, demasiado ensimismado en sus pensamientos como para
concentrarse realmente en —«la realidad misma»— el mundo
que lo rodeaba. La cabeza le vibraba tanto como la puerta al abrirse.
Se sujetó la nariz —«rogando»— esperando que no le
sangrara; ya se había cumplido con la cuota de derramamiento de
sangre para él y esa familia.
La habitación seguía igual que
como la recordaba. ¿Y por qué hacer cambios ahora?, se
preguntó mientras luchaba con el revoltijo que se le formaba en el
estómago. La cama estaba tendida y no había una mota de polvo. No
pudo evitar preguntarse si la señora Pérez había vuelto a entrar
allí desde que se le había comunicado de la defunción de su hijo.
¿Había pasado la aspiradora por última vez hacía casi una
—«vida»— semana atrás? ¿O se había abalanzado dentro
con una pala y una escoba para redimirse de haber presenciado
impasible cómo su Juan se sumergía en la mugre de los cadáveres en
el entierro al que él no había tenido —«huevos»—
el valor de acudir?
En el cuarto no había ventanas,
sólo una puerta que siempre permanecía cerrada, con lo cual el aire
había quedado embotellado y mezclado con el —«canela»—
olor al desodorante y los pedos de un muerto. Internándose más, e
intentando —«sobreponerse»— ignorar la sensación de
irrealidad y soledad que lo embargaba como lo había hecho en el
velorio, se recordó que al menos ahora sabía qué era la canela.
Era un avance.
El escritorio estaba cubierto de
marcas circulares en las que la madera se hinchaba por la terca
decisión de no usar posavasos para la gaseosa o chocolatada que
acompañara los postres de vainilla espolvoreados con canela. Se
abrazó a la campera y casi le dolió no tener que refugiarse en ella
para sentir el olor a Cito. Flotando como una nube, cubriéndolo
todo, se había vuelto una suerte de —«tufeo»— peste; lo
sentía sucio, como si su extensión desmedida fuese un
sacrilegio.
En el centro del escritorio había
una pila de papeles que recogió y se dispuso a revisar, sentándose
en la silla giratoria. La almohadilla lo recibió con un crujido
familiar y Martín se permitió sonreírle a—«cito»—l
vacío. ¿Cuán —«morboso»— triste era que justamente
allí, de todos los lugares posibles, se sintiera más cómodo que
nunca desde el accidente? Deslizó sus dedos sobre la caligrafía
ilegible de su amigo, sin poder contener una mueca de —«dolor»—
amargura. Barrió el lugar con la mirada, pensando en cómo allí
dentro, en la forma de un —«a nube»— espectro invisible,
su amigo seguía vivo. El encierro lo había capturado y...
Abrió los ojos como platos. Y él
había dejado la puerta abierta. Antes de que pudiera echarse sobre
ella y cerrarla con violencia desesperada, la silueta de la señora
Pérez apareció en el umbral.
—¿Querés que la lave?
—preguntó, señalando la campera a la que, con la mano libre de
papeles, Martín se aferraba como un niño a su juguete más
preciado. —No te preocupés, te la puedo mandar a tu casa cuando
esté limpia.
El chico abrió la boca para
responder pero no encontró palabras. No quería desprenderse de la
campera; por el espacio de casi una semana había sido su ancla a la
débil realidad —«misma»— frente a sus ojos. ¿Cómo
sobreviviría sin ella? ¿Cuánto le tomaría hasta sumergirse en la
—«mugre de los muertos»— locura?
—Te podés llevar otra cosa
mientras tanto —agregó la mujer, ladeando la cabeza. —Si querés.
Su mente aulló que, más que
querer, lo necesitaba.
Se quitó la prenda con suavidad —no como si temiera romperla, sino
más bien faltarle el respeto. Lidia la tomó, le regaló otra de sus
sonrisas —«enfermas»— y salió, dejando a Martín
nuevamente solo.
Ya no sentía la imperiosa
necesidad de cerrar la puerta y volver a poner en cuarentena el
sancta sanctórum. Ahora Cito fluía con —«ligereza»—
libertad por el departamento y pronto se escaparía por el balcón.
Volvió a mirar las hojas. Lo que
fuere que su amigo hubiese adelantado del trabajo no estaba allí, no
necesitaba revisarlas a consciencia para comprobarlo. Bajo la torre
de hojas que apartó, cerrada hasta entonces para siempre, la
notebook de Cito le devolvía su reflejo desde la tapa de plástico
espejado. Lo que necesitaba
estaba dentro. La tomó en sus manos, arrimándola al borde del
escritorio, y fue repentinamente consciente de que todo lo que
su mejor amigo le había ocultado en cinco años de amistad estaba
frente a sí. Pensó en Celeste y en las comedias musicales, en la
Forza y —«no era esa no opera tam de bien»— Verdi.
No.
No podía abrirla allí, no
estaba preparado, pero, por el bien de su nota y su sanidad mental,
tenía que ver. Una idea se le disparó en la cabeza: no tenía
porqué hacerlo allí; podía sencillamente llevársela a casa y
abrirla cuando sintiera que fuera el momento. Echó una mirada al
umbral. Sin contar la música y la nube de olor a Cito, el pasillo
estaba desierto. Abrió la mochila y guardó la computadora y el
cargador dentro, convenciéndose de que lo que hacía estaba —en un
sentido muy retorcido— bien. El cierre llegó al otro lado y
tuvo que detenerse a respirar. Tosió el aire enrarecido y se obligó
a componerse. Cerró los ojos y esperó unos segundos a que la calma
le volviera al cuerpo. Cuando los abrió, ya se había incorporado y
tenía sus manos sobre los paneles del placard. Dentro estaba el
guardarropa completo de su amigo, pero no buscaba una prenda. Sacó
el cajón del medio e hizo el esfuerzo de contener el ansia de sus
manos. Al cabo de unos momentos, sus dedos se toparon con un círculo
metálico y lo sacaron. Bajo la débil luz que se colaba desde el
pasillo, se quedó al menos un minuto contemplando el colgante del
Hombre y la Estrella.
Saludó a la señora Pérez y se
fue.
***
Su máxima puntuación, tras
perder en doce ocasiones, fueron unos miserables 54.350 puntos.
Desistió en su intento de llegar más allá del nivel siete y apagó
la portátil. Clockwork Angels estaba a punto de terminar su tercera
vuelta y no estaba seguro de cuál era la canción que más le había
gustado. Se acercó a la pantalla del reproductor. Aún no podía
identificar los títulos. Se dijo que ya lo descubriría otro día.
Suspiró y volvió a tumbarse en la cama. Iba a tener que abrir la
notebook de Cito en algún momento antes de que terminara el jueves y
tener preparado algo sustancioso para las siete y media del viernes.
Ni siquiera sabía cuánto había efectivamente escrito su amigo
antes de...
Se incorporó de un salto, con el
ceño titilándole en miles de emociones diferentes. Se llevó el
colgante del Hombre y la Estrella al corazón y contuvo el escalofrío
combinado con el vacío en el pecho mezclado con unas fuertes ganas
de vomitar. Aquella misma tarde se cumplía una semana del accidente.
La garganta se le cerró y sus piernas se doblaron con la certeza de
que aproximadamente a esa misma hora —a punto de que las cinco
dieran paso a las seis y a través de la ventana el pasillo se
perdiera en la oscuridad— Cito había dejado de vivir.
Quiso llorar, gritar, patalear,
subir el volumen hasta que la vibración destrozara los parlantes,
hacer algo en
lugar de quedarse echado en el suelo, apenas respirando —apenas
existiendo. Giró la cabeza y obligó a sus ojos a
concentrarse en el vacío bajo su cama. Allí habitaba una negrura
absoluta, imperturbable que —«la muerte»— le despertó
una idea horrible. Intentó levantarse, pero su cuerpo no le
respondía —como muy seguramente debería haberle sucedido a Cito,
si es que había tenido unos terribles instantes para intentar
procesar lo que le había ocurrido. ¿Qué le había ocurrido?
Sí, sabía perfectamente que un camión lo había —«pisado»—
atropellado, pero no había tenido el valor de comprobar los daños.
Se había quedado allí, en el medio del —«nada»— paso,
lejos de todo para no mirar. ¿Había muerto en el hospital?
¿Había fenecido en la ambulancia o a segundo y medio del impacto?
¿Había quedado en una pieza y deshecho por dentro o reducido a un
amasijo de carne amorfo y sanguinolento? Intentó evocar la última
imagen en su cabeza y sentir el dolor de un cuerpo en manos de un
carnicero borracho; se exprimió el cerebro para hacer la visión
casi palpable y su emoción de culpa finalmente existente,
repitiéndose en una voz ahuecada que eso sí podía vomitarlo. Pero
no. Lo más lejos que llegó a visualizar fueron los bifes todavía
crudos que esperaban en la heladera para la cena de esa noche. Dio un
suspiro entrecortado y una gota de sudor le resbaló por la frente.
The Wreckers —que
pronto descubriría era su canción favorita del disco— volvió a
reproducirse y, tras la intensa introducción, sintió que podía
simplemente quedarse allí. Había calma en lo que seguía y la
letra, aunque incomprensible, lo calmaba. En cosa de un minuto o dos
quizá podría levantarse —y enfrentar la verdad.
Le tomó una pista más
incorporarse y llegar a sentarse en la silla —«giratoria»—
del escritorio. Hizo a un lado su notebook, desconectando los
parlantes, y acercó la de Cito. Respiró hondo repetidas veces antes
de dignarse a siquiera abrir la tapa. Tomó su celular y, tras
conectarle los parlantes huérfanos, eligió el single combinado de
Overture/The Temples of Syrinx. Sólo así pudo sentir correr
por sus venas el valor suficiente para encenderla.
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