Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 27 de octubre de 2013

5.01 - Martín

La Vita Strangiato — “Monsters!”
 
Cargando. cargando. Cargando.
¡CARGANDO!, aulló la mente de Martín pasados siete segundos de la pantalla de Windows. Le había tomado un día entero cargarse del valor suficiente para encender la notebook y ahora el aparatejo le devolvía la gracia.
Se pasó la mano por la frente y subió el volumen del teléfono. Overture/The Temples of Syrinx terminó y The Body Electric comenzó a sonar, ofreciéndole un pobre consuelo a su creciente desesperación. Suspiró y cerró los ojos. No podía tardarse tanto. ¿Qué clase de chiste enfermo le estaban jugando? ¿Era el debido karma por robarle a un difunto? Cito le debía un par de tomos recopilatorios del crossover de Marvel y DC de los noventa; se dijo que era un trato casi justo, que su amigo quizá lo hubiera aprobado. Abrió los ojos, inyectados en sangre, y los clavó como puñales en la pantalla. Con el deslizar de una (nocion) idea, su mirada se quebró. O quizá no, quizás...
La computadora chilló y apareció el ícono de usuario. Martín tragó saliva. Los secretos de cinco años de amistad lo esperaban tras un in(sulso)ocente “Juan”. Inspiró hondo y clickeó. La hora de la verdad, se dijo en un instante de vacío en el que se obligó a desviar la mirada. Se detuvo en el Tetris portátil y puso su mente en blanco al volver a la (realidad misma) pantalla. Durante un segundo instante de vacío, se preguntó porqué no había sonado la música de inicio de sesión. Antes de que pudiera responderse que aquel miserable ruidito muy seguramente habría sido cubierto por la pared de sonido de Rush, lo vio. Abrió con violencia los ojos y dejó escapar un (el hijodeputa le puso contraseña) gruñido animal que espantó a General, al otro lado de la habitación. El gato se incorporó de un salto y huyó a la cocina.
Martín tiró de la maraña en su cabeza y clavó los codos en el escritorio de un golpe. Karma, bufó en la oscuridad, resintiendo en los huesos su arranque de ira —pero, se dijo, ninguna justicia divina cósmica universal iba a hacerle sacarse un cinco en el avance del trabajo práctico. Comenzó a tipear posibilidades. “2112” dio incorrecta. Probó escribirlo con letras, luego con espacios. Intentó con “Rush”. Tampoco. Lentamente, fue pasando lista de todo el repertorio de canciones que conocía. Escribió “Tommy”, “Pinball Wizard”, el tracklist de cada disco editado por Rush —incluso llegó a ingresar el nombre del dependiente alemán de Arcadia—, pero nada. nada.
Pasados cinco minutos se obligó a separarse de la notebook. No llegaría a ningún lado y quizá llegara a bloquearla. Se arrastró hasta la cocina, haciendo las cuentas de qué había probado y cuánto restaba por intentar. Se sirvió agua de la canilla y se quedó apoyado sobre la pileta, observando el (va ci o cito) suelo. Entrelazó los dedos alrededor del vaso y suspiró. ¿Qué puta palabra lo distanciaba de lo que necesitaba saber? Levantó la vista y acabó chocándola con General, que se había subido a la mesada y se le aproximaba, sorteando el microondas y los platos sucios que se suponía había lavado hacía dos horas. El gato se detuvo a una cautelosa distancia del humano que no reconocería como dueño, observándolo con detenimiento. Se miraron a los ojos por un breve y a la vez infinito momento, ámbar chocando con celeste en un duelo de voluntades del que General finalmente desistió, optando por bajarse y volver a su escondrijo bajo el sillón del living. Martín suspiró y se bebió el vaso de un único sorbo antes de volver al cuarto. Dejó la cocina a dos minutos de las seis y media.
 
***
 
Sacó su teléfono y volvió a poner el disco de Clockwork Angels. Necesitaba música de fondo, pero tenía que tratarse de algo (fresco) que pudiera oírse sin escucharse. Hizo tronar los dedos y al instante reconoció su gesto como dramático. Mejor así, necesitaba ponerse en tema. A mitad de un suspiro, otra (noción) idea se disparó. Cito había hecho comedias musicales, y eso había sido un secreto. Tenía sentido que su contraseña estuviese relacionada. Sólo había un problema: no conocía ninguna. Se alejó nuevamente de la notebook y se presionó las sienes, condenando también (drama tismo) aquella acción. Hizo fuerza, se estrujó el cerebro. Grease, High School Musical, ¿Hairspray?
Escribió los títulos con espacios, con puntos, guiones, números, pero nada. Llegó The Wreckers y, en un espejo deformado de la calma que le había transmitido hacía poco menos de una hora, sintió la violenta necesidad de reventar la computadora contra la pared, clavarle algo a la pantalla y lentamente des(triparla)membrarla.
Algo hizo click y su expresión pasó de la rabia a la perplejidad y luego a la gloria en un único movimiento.
¡La bibliotecaria!, aulló su mente en un grito de júbilo, conectándose con al menos catorce otras ideas simultáneas. Antes de que pudiese efectivamente recordar que no había llegado a destriparla, la palabra Aida comenzó a destellar. Celeste le había dicho que, además de ser una ópera, era una comedia musical —y que Cito había estado muy emocionado por actuarla. Era eso. Se abalanzó sobre el teclado e introdujo la contraseña. nada. Sin la mayúscula. nada. Todo en mayúsculas. nada. Con un 1 en lugar de la i. nada. Se abstuvo de destruir la notebook, luchando con el sentimiento cada vez más imperioso de hacerla volar por los aires. Cerró los ojos y buscó serenarse. A pesar de lo fallido de sus últimos intentos, tenía la creciente convicción de que estaba por buen camino. Subió el volumen de la canción hasta volverlo tan ensordecedor que la habitación entera comenzó a vibrar y sus pensamientos dejaron de ser audibles. El vacío absoluto que lo envolvía tomó la forma de un velo blanco que comenzó a cubrir toda idea posible; Martín lo aguardó con la mayor paciencia que hubiese sentido nunca, pues sobre ese velo estaba (seguro) la contraseña. Si su madre hubiese llegado en ese momento, no hubiese podido oír sus gritos de que bajara el volumen. Llegó nuevamente el estribillo y entonces eso explotó y la respuesta atacó todos sus sentidos. Una llamarada de sudor frío le recorrió la espalda al tiempo que las palabras se dibujaban, temporalmente mudas. C(h)eleste Aida. Y (nada) tampoco. No obstante, con la misma serenidad con la que había aguardado su primera revelación, esperó a sentir la segunda. Quitó Aida. Celeste.
Le dedicó una sonrisa desquiciada al cartel de “Iniciando...”. todo.
Se alejó de la mesa y volvió a la cocina por otro vaso de agua. General lo observó con cierta suspicacia, sorprendido por la manera en que el humano atravesaba el living a zancadas y saltos. El gato arqueó la espalda y contrajo sus orejas ante el giro que dio Martín, apoyándose sobre el respaldo del sillón para finalmente salir rebotando hacia el umbral de la cocina. Sus brillantes ojos azules dudaron. ¿Estaba (su dueño) feliz?
 
***
 
Al primer paso se sintió seguro; en el escritorio, enmarcado por un surtido de íconos de emuladores y juegos viejos, una versión pixelada de la foto que les habían tomado en el campamento le devolvía un par de sonrisas que hacía tiempo habían dejado de existir. Sintió un suave (el alma a los pies) revoltijo en el estómago, una curiosa sensación de vacío que no llegó a incomodarle. Se dijo que, de alguna retorcida manera y al otro lado de la vida, Cito le daba la bienvenida al entrar en terreno desconocido. Les devolvió una mueca rota a los chicos de la pantalla y se dispuso a encontrar lo que (necesitaba) buscaba.
Inició Facebook en un movimiento cuasi reflejo. Había visto de refilón el ícono del navegador a un lado de su mano izquierda extendida, tapando el bolso que, al otro lado de la pantalla, reposaba junto a su cama. Sin ser enteramente consciente de lo que acababa de hacer, comenzó con la tarea que se había propuesto hacía tres días.
Abrió el explorador e inició la búsqueda de documentos con las palabras clave “Aida”, “Verdi”, “Música”, “Trabajo Práctico” y “Ópera”. Se levantó y, bajando un poco el volumen de la música, suspiró. Se dedicó por un momento a respirar, evitando mirar el monitor. No iba a tomarle más de media hora combinar lo poco que tenía con lo que había compilado su amigo antes de morir, ¿qué iba a hacer después? Pasó (dramaticamente) la mirada por el suelo de su habitación, cubierto de (la campera) ropa y papeles, y volvió a encontrarse con General. El gato lo miró con recelo y saltó a su cama. Martín le extendió la mano y el animal la olisqueó antes de darle un mordisco gentil. Un pitido lo llamó antes de que pudiera decidir devolverle un golpe gentil. La computadora había encontrado algo.
Una carpeta con la música del musical de Aida, otra con tres grabaciones diferentes de la ópera y su libreto en español e italiano y, finalmente, una serie de trabajos prácticos desde mediados de tercer año. Ordenó los últimos resultados por fecha de modificación y el archivo saltó.
TP Musica AIDA.docx
Decidiendo que se encargaría más tarde de compaginar todo, lo copió a una tarjeta de memoria y cerró el explorador, revelando la ventana de Facebook. Tardó un poco más de un minuto en notar que aquella no era su cuenta. Tenía cuarentaisiete notificaciones y cuatro mensajes sin leer. A Martín no solían llegarle más de siete notificaciones por semana y él jamás chateaba con nadie —ni nadie con él. Pero lo que llegó a descolocarlo fue, finalmente, la aparición de una persona particular en el inicio.
Celeste Stolz compartió un enlace.”
Tenía al menos tres Celestes como amigas —y no recordaba ninguno de sus apellidos—, pero estaba seguro de que ésa en particular no era parte de sus contactos. No había foto, sino una imagen en baja calidad de las caretas de la comedia y la tragedia, pero supo al instante quién era. Que el enlace en cuestión fuera un video del musical de Aida sólo contribuía a confirmar su (conviccion) sospecha.
Antes de que acabara de reaccionar, una ventana chat apareció.
Kev Steller
que carajos ¿?”
En un instante (de vacio) caótico, su mente hizo click y atinó a desconectar el chat. ¿Estaba en la sesión de Cito? Claro que sí, se respondió con un golpe en la frente. Era su notebook, su Facebook. Y al menos una persona sabía que lo había invadido. Supuso que el tal Kev Steller podía creer que la madre lo había abierto accidentalmente. Se separó del escritorio y cambió la canción. ¿Cuántas posibilidades había de que alguien sospechara que su mejor amigo hubiese secuestrado la computadora? Volvió a la pantalla. Stolz. Lo anotó en su celular: no iba a pasar la oportunidad de agregarla. ¿Para qué? Aún no lo sabía, pero estaba seguro de que no podía ser mera casualidad que ella fuera la contraseña. Decidió cerrar la ventana del navegador, pero no la sesión. En otro momento investigaría —con algo más de cautela.
Volvió al escritorio y a la foto que conocía bien. Más allá de las dos figuras sonrientes, la nada misma. Lo único relativamente familiar era un ícono de Los Sims y un par de emuladores, de Game Boy Advance y Sega Genesis.
¿Qué hacer? Había demasiado por revisar, ¿cómo redescubrir a una persona a partir de los archivos de su computadora? La música, se replicó en la oscuridad de su cuarto. Coge las carpetas de comedias musicales y nos las piramos, le susurró una traducción española desde algún lugar de su torturada mente. Obedeció.
 
***
 
—¡Inaceptable! —sentenció con ponzoña la profesora.
Ya habiendo pasado una semana del accidente, Amanda Grossi se permitió una risita (no tan) por lo bajo ante el comentario de Pozzini al devolverle a Martín el informe de avance revisado. La vaina del trabajo —ahora encarpetado, foliado y cuidadosamente tipeado en un formato que, a juicio del chico, era todo menos “inaceptable”— resonó al golpear en su banco. Bruno lo miró con nerviosismo en sus ojos rasgados, anticipando lo que estaba a punto de ocurrir.
—Vas a tener que formar grupo con algunos de tus compañeros.
Martín abrió la boca para responder, pero se percató de lo inútil que sería aquello incluso antes de formar un argumento decentemente (in)aceptable. Se dijo que, muy seguramente, su avance no estaba del todo mal y que su profesora sencillamente quería ponerlo en un grupo. ¿Buscaba hacerle alguna clase de servicio de psicoterapia barata? Fuera como fuera, parecía que él no tendría voz ni voto en el asunto, y la mirada con la que la señora profesora —una mujer barrigona paseándose por los límites entre su adultez y su vejez— barrió el curso lo confirmó. Estaba buscándole acompañantes terapéuticos.
—¿Voluntarios?
Fernando Botardi quebró el silencio con un suspiro y, sin dejar de masticar su chicle ni jugar con el auricular que atravesaba el expansor de su oreja derecha, levantó la mano. Pozzini asintió, intentando mitigar una expresión de desprecio. Los hábitos de aquel chico la habían obligado a tildarlo de indócil, pero estos habían resultado siempre irritantemente silenciosos; muy a su pesar, no tenía qué reprocharle —y mucho menos ahora. Al continuar su paseo por el curso, no logró ver la mirada asesina que María Vistarini le echaba a su compañero de banco en forma de cuchillas: una versión discreta del golpe en las costillas que hubiera querido propinarle.
—¡Ustedes! —dijo entonces Pozzini, señalando al grupo de Amanda Grossi. —¿No son un poco muchas para un solo grupo?
Las chicas se miraron entre sí, intercambiando desesperación a través de capas de maquillaje y expresiones exageradamente dramáticas. Ojos desorbitados se pasaban a toda velocidad de una cara a la otra. Eran cinco y el máximo cuatro: una habría de ser, inexorablemente, exiliada. Si aquel instante hubiese sido lo suficientemente largo, habrían acercado las manos al centro del conglomerado de bancos que habían formado y las hubieran presionado entre ellas en un dulce y simbólico gesto de “¡no voy a abandonarlas, chiquis!”. Sin embargo, a una de ellas no se le habría de ocurrir semejante cosa —y su lideresa lo sabía. La birome violeta tembló entre los dedos de Teresa y con la mano libre comenzó a desarmar una de sus trenzas castañas. En un único movimiento, preciso y calculado, Amanda le quitó el útil y la miró con toda la profundidad de sus ojos verdes. A través de un pensamiento atragantado, y con un vacío creciéndole en el pecho, Teresa tuvo la certera noción de que esa tonalidad era la de los charcos y los arroyuelos podridos.
—¿Quién va a sumarse a la causa de su compañero?
Siguió otro instante, esta vez eterno. Con los irises de su líder aún ardiendo sobre ella, la chica interceptó la mano de una de sus amigas y levantó la suya en su lugar.
—Yo —afirmó Teresa Waldmann, condenándose, quizá, para siempre.
Los tres nuevos compañeros de grupo se miraron entre sí a través del aula. Martín echó a girar los ojos y la chica pudo, finalmente —con el vacío asentándose en un revoltijo en el estómago—, desconectar los suyos de los de Amanda. Fernando eligió ignorar la presión de María sobre sus sienes y continuó jugando con el auricular y el expansor al tiempo que garabateaba una serie de caracteres irreconocibles en su hoja.
 
***
 
Era poco más de la una y el grupo almorzaba, en parcelas independientes, en Hipertensión. Teresa comía su ensalada en silencio y evitando el contacto visual con sus amigas, al tiempo que Fernando irritaba a María devorando su hamburguesa doble con queso y dulce como si nada acabara de ocurrir en el salón. Bruno intentó sacar temas de conversación, iniciar una charla alegre, pero su amigo permaneció ajeno a todo lo que no fuera su plato, que comía con una particular parsimonia.
—¿Quién se cree que es? —le susurró María al oído a Bruno.
Hacia la una y media, sin poder acabarse su comida a causa del revoltijo que le crecía en forma proporcional a la rabia que Amanda destilaba de sus ojos, Teresa decidió levantarse y tirar el contenido de su bandeja en uno de los cestos. Le obsequió una sonrisita gentil a una de sus amigas, que la devolvió otra aún más falsa y le abrió el paso. Tomó su bolso y, aún sin mediar palabras, se alejó de la mesa.
—¿No tenés hambre? —le preguntó Martín, sentado a la primera mesa del lugar, frente al cesto elegido.
—Digamos que perdí el apetito —replicó la chica con un suspiro.
Le dirigió una mueca que intentó infructuosamente ocultar todo el revuelo mental que comenzaría a producirle un dolor de cabeza en cosa de minutos, y se dio la vuelta, encaminándose nuevamente a su mesa.
—Entonces todavía podés comer papas —le aseguró Martín con una sonrisa afable que percibió que su compañera necesitaba, quitando su mochila del asiento frente a él.
Teresa se quedó perpleja. Torció el cuerpo y esbozó una sonrisa torpe antes de sentarse. ¿Cuándo había sido la última vez que, en lugar de guardar ella los lugares, alguien le había ofrecido uno o, mucho mejor, papas fritas? Dejó su bolso en el suelo y Martín bebió un sorbo de su gaseosa antes de extenderle la caja de cartón. A través de un segundo intercambio de sonrisas, algo hizo un click. Descubriendo que podía permitirse olvidar la delicadeza, la chica tomó un puñado de papas, que acabaron por ser interceptadas por Fernando antes de que pudiera llevárselas a la boca.
—Gracias —dijo con la boca llena, antes de sentarse junto a Teresa. —¿De qué hablaban?
—De nada, todavía —respondió Martín mientras el chico se acercaba una silla.
—Bien, empiezo yo entonces: ¿cuándo y dónde?
—Cuándo y dónde, ¿qué? —preguntó Teresa, recobrando su posición defensiva.
—La juntada. Tenemos que empezar a trabajar y no pienso verlos en mi fin de semana.
Martín calló y la chica abrió la boca para responder. Fernando tomó otra (como si le pertenecieran) papa y la ira subió por la garganta de Teresa como un vómito incontrolable. Sin palabras, como ideas susurradas en la oscuridad de su mente al borde del colapso, los primeros pasos de su dolor de cabeza se iniciaron en un trote. Por unos (fatales) momentos, había bajado la guardia y lo estaba pagando con intereses. Sin acabar de pensarlo, se dijo que era karma por haberse rebelado contra el orden natural de las cosas, por haber osado contrariar a Amanda y el pozo de mierda en sus ojos.
—Hoy —sentenció, clavando su mirada histérica en la expresión impasible de Fernando. —Termínense las hamburguesas y vamos.
—¿A dónde? —replicó. —¿Vos vivís por acá cerca? Porque yo...
—La Biblioteca Argentina —interrumpió Martín con un dejo de autoridad que hizo callar a su nuevo compañero por el breve, pero saludable, espacio de medio minuto.
 
***
 
Su propuesta no había sido una sugerencia, sino una orden terminante. Se había acabado su hamburguesa con jamón y queso mientras Teresa consumía, lejos de Fernando, lo que quedaba de sus papas. El chico había terminado en tiempo récord su hamburguesa doble con queso y dulce, menú existente únicamente en Hipertensión. Ninguno de los dos había vuelto la mirada a sus respectivos grupos ni parecía tener demasiadas intenciones de hacerlo. Habían salido por la puerta del frente, evitando la salida del estacionamiento que hubiera implicado (ami) encontrarse (maría) con (bruuuno) indeseables.
A mitad de la discusión de sus compañeros, algo había despertado la imagen de la computadora de Cito y su contraseña. Celeste había dado paso a Aida y —sin acabar de evocar a Stolz pero recordando la anotación mental de enviarle una solicitud de amistad— a la partitura. La ilación resucitada de destripar a la bibliotecaria volvió a hacerle ruido y supo que debía actuar en consecuencia. Sin embargo, no se le había pasado por la cabeza qué haría en concreto hasta el momento en que llegaron a destino. Mientras pasaban las escalinatas y atravesaban el patio-pasillo anterior al edificio, Martín reflexionó. Que la mujer hubiera soltado la lengua ante la profesora psicópata muy dudosamente podría haber sido legal. Recordó la amenaza de la bibliotecaria: tres años de prisión por dañar un libro. ¿Y cuántos por divulgar información privada y personal a diestra y siniestra, entonces? Dejaron atrás la puerta vidriada y pensó que quizá destripar no sería la decisión más acertada. ¿Qué podía llegar a conseguir con algo de chantaje? Pasaron al guardia que cabeceaba, pidiendo a los gritos mudos una siesta, y se le ocurrió pedirle el historial de los libros sacados por Cito en los últimos años —suponiendo que su amigo hubiese frecuentado mucho la biblioteca, podría descubrir algo a partir de sus lecturas, ¿no?
A metros de la mesa de entrada y segundos del esperado encontronazo, se le ocurrió otra idea. ¿Cuánto estaba ella dispuesta a dar?
—¿Qué andaban buscando? —preguntó una señora relativamente mayor, obsequiándoles una sonrisa afable.
El grupo se miró entre sí y, tras una recapitulación silenciosa de lo decidido en el trayecto, Teresa se adelantó.
—Estamos buscando libros sobre ópera.
—¿Algo en particular? —preguntó la señora sin despegar sus ojos de la base de datos que corría en su computadora.
—Si tiene algo sobre Verdi o Aida, mejor —agregó Martín.
Teresa se acomodó la trenza que había desarmado en el salón; Fernando hizo muecas de impaciencia mientras hacía girar como un péndulo al auricular que colgaba de su expansor; Martín se cruzó de brazos, intentando no oír el torpe golpeteo de las teclas.
¡Presto! —exclamó la mujer, y anotó unos números que les pasó en un papel. —Désenlo a esa chica y ella se los busca.
Su brazo regordete se extendió en dirección a la bibliotecaria, que Martín reconoció al instante. Evidentemente, ella también. Los ojos de la chica se abrieron con algo más allá de la sorpresa y, para disimular su expresión, acomodó unos libros de texto de inglés en lo que pareció ser su estación de trabajo. Teresa le entregó el papel con una sonrisa (mecánica) cordial y la chica tuvo que leer los códigos al menos tres veces.
—Por acá —indicó finalmente, recobrando su postura.
Su paso era indiferente, pero había algo allí —el quiebre y aparición de gestos mínimos— que hacía ruido. Se movía como una mujer, al menos, preocupada. Incluso así, Martín se dijo que no podía ser la misma mujer que había querido intimidarlo una semana atrás. La bibliotecaria revisó unas fichas y luego los condujo a la sala de lectura sin mirar a ninguno a los ojos. Subió por unas escaleras y desapareció entre volúmenes y volúmenes de gruesos e interminables textos. Martín le indicó a sus compañeros que buscaran una mesa y les entregó el avance desaprobado para que lo revisaran. Fernando le quitó el trabajo de las manos a Teresa y se adelantó hacia una mesa vacía. Recostándose sobre una columna, Tommy esbozó una sonrisa y se cruzó de brazos. No serían acompañantes terapéuticos calificados, pero su manera de pelearse lograba animarlo. La chica no era mala, incluso parecía simpática, pero no acababa de ser consciente de que no tenía nada que probar ahora que no respondía a Amanda Grossi; el chico era un poco demasiado despreocupado e independiente, aunque bastante cómico. Le recordó a Cito y en su expresión se mezcló la amargura. Sólo que era un Juan Pérez medio metro más alto y en mejor estado físico —y con un expansor. Contuvo una risita. ¿Cuán ridículo se hubiese visto su amigo con una de esas cosas en la oreja? Antes de que la imagen acabara de formarse, una mano le tocó el hombro.
—Aquí tienen —dijo la bibliotecaria en su recuperada inexpresividad; claro que él podía ver perfectamente a través de esa fachada.
—Sé lo que hiciste —aseguró Martín. —Es repugnante —la rigidez del rostro de la chica no se inmutó. —Lo voy a contar.
Se afirmó con la mirada más fría que fue capaz de dirigirle, deseando con todas sus fuerzas que la bibliotecaria no empezara a cagársele de la risa, habiendo reconocido que sus frases pertenecían a la carta de Alicia Oviedo en Amas de Casa Desesperadas. Durante un instante, la tensión en el aire se volvió tan espesa y palpable podría haber sido fácilmente cortada con las hojas de los tomos que la chica llevaba firmemente en sus manos.
—¿Qué querés? —escupió finalmente la bibliotecaria, en una actitud tanto más agresiva que la que, a juicio de Martín y dada su posición, le correspondía.
—Vos sabés inglés, ¿no? —preguntó el chico, recordando los libros de texto.
—Sí, ¿por qué? —saboreó cómo, con cada palabra, pequeñísimas, pero claves, fracturas aparecían en su expresión; observó con delicia cómo la rabia de la mujer que lo había amenazado con prisión hacía una semana comenzaba a abrirse paso.
—Me vas a dar clases particulares por tres meses y yo no digo nada.
Se produjo una breve batalla de voluntades que Martín había ganado antes de comenzar. La bibliotecaria tragó saliva y, extendiendo los libros que llevaba en la mano, chasqueó la lengua.
—Está bien.
El chico no se molestó en ocultar su sonrisa y, en una versión tanto más ligera de los saltitos que había dado al descubrir la contraseña de Cito, se dirigió hacia el escritorio que habían tomado sus compañeros en un paso decididamente marchoso.

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