La
tensión entre su padre y ella se había endurecido con el correr de los días.
Desde que lo había encontrado, de rodillas en suelo, extasiado en la escucha de
su CD de Aida, él se había negado a darle ningún tipo de explicación y ella,
como contraataque (o, mejor dicho, contra defensa), había permanecido en un
rígido e inquebrantable silencio.
Las
cenas y los almuerzos, antes momentos de distensión y diversión, se habían
convertido en escenas de cine mudo, en las que ambos se esforzaban por
mostrarle al otro que el mutismo nada les costaba, con la absurda esperanza de
que esa demostración de fortaleza ablandara la resolución de su contrincante.
Así se
habían sucedido los días, y, al contrario de lo que la actuación de Johanna
pretendía mostrar, aquella brecha entre ambos sí la lastimaba. En los momentos
compartidos, su expresión era imperturbable; pero, apenas se sabía sola, dejaba
que el peso de su existencia la aplastara con toda su violencia.
Aunque
intentaba convencerse de que era sólo una nueva herida que debía sumar a su
colección, ella sabía que se enredaba dentro de su propio engaño. Ninguno de
los golpes que había sufrido se había cicatrizado nunca. Estaban ahí, tan
frescos y dolorosos como los recuerdos que se esforzaba por erradicar de su
mente. Podía sentir todas y cada una de las espinas que el tiempo se había
encargado de clavar en su piel. Podía sentir como, con cada nuevo sentimiento,
con cada nueva esperanza, las puntas afiladas se enterraban aún más en su
carne.
Y ella
caminaba, andaba por las mismas veredas de todos los días, sintiendo que sus
pasos nunca la llevaban a ningún otro lugar que no fuera el centro mismo de su
dolor. Así avanzaba por las destrozadas veredas del centro, esforzándose por
sostener la armadura que había construido,
creyendo, quizás con la desesperación de quien se sabe perdido, que todo
cobraría sentido en algún mágico instante, que algún día las nubes desaparecían
de su pasado y podría mirar claramente hacia algún futuro.
En medio
de su andar errático, en la casa de música de calle Santa Fe, Johanna vio un
atisbo de futuro: solemne, impertérrito, rodeado de lustrosas guitarras y
electrónicos teclados, se erguía un reluciente piano de cola que ella reconoció
al instante. Jamás hubiera podido confundir las teclas invertidas (negras con
los sostenidos blancos), los pedales en forma de garra de león, el atril
cobrizo con engarces plateados...
(-¿Y qué
nota es esta?- le preguntó Jorge a la pequeña.
Johanna
contó mentalmente la distancia entre la tecla que su padre le señalaba y la
única que ella reconocía a simple vista y contestó:
-La.
-Así es,
Jo. Y si unimos esta tecla, con esta y con esta de acá formamos...
Los ojos
de la chiquita se entrecerraron, mostrando el evidente esfuerzo que la
respuesta a aquella pregunta le implicaba.
-¿La
menor?
-¡Muy
bien!)
Sin
dudar, entró al local. Había buscado aquel piano durante años y, a pesar de las
evidentes particularidades que tenía, nunca supo quién había sido su comprador.
Su padre había mantenido su habitual reserva frente al asunto, arguyendo que él
nada había tenido que ver con la búsqueda y la posterior elección del nuevo
dueño, pero ella, divisando un patrón que comenzaba a hacerse claro, sabía que
mentía y que aquel hermoso instrumento, como tantas otras cosas de las que su padre
se había apresurado a desprenderse, tenía una conexión con su madre.
Y ahora,
cuando ella se sentía naufragar en la turbulenta y potente marea del tiempo,
aquel piano aparecía frente a sus ojos, casi como si la hubiera estado
esperando.
-Buenas
tardes, ¿en qué puedo ayudarla?- le preguntó un vendedor, al verla entrar. El
muchacho parecía tener casi su edad y había algo en sus facciones que le
resultaba familiar.
-Hola-
contestó Johanna, sorpresivamente nerviosa frente a ese rostro a la vez
conocido y extraño-. Quisiera saber el precio del piano que tienen expuesto
adelante.
-¿El de
las teclas negras?
-Ese
mismo.
Una
sonrisa se dibujo el rostro del empleado.
-¿Lo
conozco de algún lado?- inquirió ella, incapaz de esconder su curiosidad.
-Yo la
conozco a usted, señorita. Fue profesora mía hace bastante tiempo y mi hermano
menor es actual alumno suyo. Mi nombre es Daniel...
-...
Müller. Sí, me acuerdo- repuso Johanna, con repentina amabilidad.
Daniel
(“Dan”, como ella solía decirle) había sido su primer alumno de clases
particulares. Él le llevaba dos años pero siempre se había sentido una anciana
a su alrededor. Su personalidad derrochaba vitalidad y durante los meses en que
ella fue su profesora, la carga de su dolor se había aliviado casi hasta
desaparecer. Pero aquel descanso había durado poco: él había tomado una beca en
una escuela en Europa y habían perdido el contacto.
Sin
embargo, el tiempo y la distancia parecían no haber afectado el lazo que los
había unido. Ella se había alejado de casi todo el mundo, había dejado que el
resentimiento la dominara casi hasta convertirla en un monstruo y, aún así, ese
muchacho, que ella se rehusaba a llamar hombre, había conseguido robarle la
sonrisa más sincera que había esgrimido en mucho tiempo.
Daniel
advirtió que la situación había confundido a su interlocutora y tomó el comando
de la conversación:
-Volví
de Amsterdam hace unas semanas. Y mi papá me ofreció trabajar acá, para no
alejarme del ambiente...
-Es
maravilloso verte de nuevo, Dan- murmuró Johanna, luego de ordenarse.
-Lo
mismo digo, Johanna. Pero seguro que te estás muriendo de ganas de acercarte a
aquella belleza- dijo él, señalando con la cabeza el piano.
Ella
asintió y lo siguió en silencio, todavía asombrada por el encuentro. Daniel
corrió varios instrumentos que interrumpían el paso y se sentó frente al
teclado. Sin hacerse rogar, practicó una melodía sencilla.
-Esta
hermosura nos llegó ayer. Es un piano único, al igual que su sonido.
El joven
siguiendo hablando mientras tocaba pero Johanna solo tenía oídos para el
particular sonido que se desprendía de aquellas cuerdas. Recordaba con
precisión el suave golpeteo de las teclas, la casi imperceptible vibración de
la madera oscura y, sobre todo, recordaba el olor a barniz que se desprendía
cada vez que se levantaba la tapa de teclado.
Al ver
la expresión de lejanía que había en los ojos de Johanna, Daniel cortó la
charla y cambió de pieza: reemplazó la melodía infantil que estaba tocando por
su canción favorita, y la primera obra que ella le había enseñado, cuatro años
atrás.
Al
reconocer la melodía, Johanna despertó de su ensoñación y se sentó junto a él,
tal como hacía en sus clases; pronto, los dos pares de manos se encontraron en
la melodía y sendas sonrisas dominaron los rostros de ambos. Cuando la canción
llegó a su fin, Johanna se sentía rejuvenecida y, por primera vez en mucho
tiempo pronunció estas palabras:
-Gracias,
Dan.
-Tengo
la impresión que esa sonrisa no veía la luz del... bueno, no del sol porque
estamos adentro... la luz del fluorescente desde hace tiempo.
-Tenés
razón. Vengo teniendo tiempos de mucha oscuridad.
Él la
contempló con preocupación y Johanna deseó que el momento de alegría no tuviera
que esfumarse, como ya lo estaba haciendo. Y una vez más, Daniel leyó sus
pensamientos:
-¿No te
gustaría darme clases de nuevo?
Una
sincera sonrisa se extendió por su rostro y sintió que el futuro se aclaraba al
contestar:
-Claro,
pero que tiene que ser con este piano.
***
Cuatro
horas más tarde se encontraba en su casa, sentada frente a su nuevo piano. Por
tratarse de un piano usado y por conocer al hijo del dueño, Johanna logró que
el precio disminuyera hasta llegar a ser muy accesible y ahora disfrutaba del
sonido de aquel instrumento, que parecía salido de sus propios recuerdos.
Mientras
completaban los papeles de la compra, había tenido la oportunidad de charlar
con Daniel. Él le había contado de sus estudios en distintas academias europeas
y, sobre todo, de su experiencia como pianista en una orquesta alemana. El
brillo en los ojos de Daniel y la emoción que desbordaban sus palabras al
hablar le habían contagiado un sentimiento de profunda esperanza que ella se
esforzaba por calmar pero que, con cada nota que salía del piano, se
incrementaba.
¿Realmente
podría volver a la música? Daniel la había inundado de propuestas y ella no
pudo evitar sentirse apabullada por la energía y vitalidad que él derrochaba.
Sentía su interior colmado de futuro y no sabía qué hacer con él.
Y así,
intimidada frente a su propia ambición, fue como Catalina la encontró.
-Jo,
¿estás bien?
Ella la
miró, desconcertada. Había olvidado por completo que tenía clases aquella
tarde:
-Perdoname,
Caty. Vengo teniendo unos días muy extraños.
-¿Tan
extraños como para ponerte a tocar ópera?- la chica sostenía las partituras de
Aida que Johanna había olvidado guardar.
-Eso...
no... Tenía que...
Su
alumna abrió sus ojos acaramelados con sorpresa. Johanna parecía confundida y
descentrada; una imagen que contrastaba con la liviandad y distancia que
siempre solía mostrar.
-¿Querés
contarme algo? Parece como si estuvieras al borde de una explosión.
Aquellas
palabras terminaron de quebrar la debilitada fortaleza de Johanna y no pudo
evitar que un torrente de palabras brotara de su boca. Le contó toda su
historia, de principio a fin: habló de su madre, de su amor por la música, de
Tomás, de su truncado debut, de su padre, del piano, de Daniel y, sobre todo,
de su profunda soledad.
Catalina
escuchó aquella confesión en silencio y con profunda atención. Sus ojos
experimentaron distintas emociones a lo largo del relato, y con Johanna se
acercó al final, el usual brillo de su mirada había sido reemplazado por una
triste opacidad.
-Claro
que no estás bien- dijo, cuando Johanna terminó-. La soledad termina
destruyendo cualquier fortaleza. Te carcome, te domina.
-Gracias-
murmuró Jo, por segunda vez en el día-. Lamento haberme olvidado de la clase de
hoy. No preparé nada.
-No hay
ningún problema. Podemos practicar alguna pieza de Aida...
Johanna
esbozó una media sonrisa. Catalina había comprendido el valor que tenían
aquellas partituras para ella, como tantas otras veces había entendido lo que
la música era en su vida.
-Es una
gran idea. Empecemos por leer acá- le indicó, señalando la hoja de Celesta
Aida-. Quiero que hagamos énfasis en la dinámica de esta pieza, es importante
saber le...
-¿Y
estas fechas?- inquirió Catalina, al colocar la partitura en el atril-. ¿Las
escribiste vos?
Johanna
había olvidado ese detalle.
-No. Esa
hoja se había perdido y una… amiga logró encontrarla. Y esas fechas ya estaban
ahí.
-Es muy
curioso… El 6 de octubre de 2010 fui a ver Aida al teatro. Tal vez la primera
fecha sea del estreno de la ópera en Rosario. Sé que la noche que fui era la
segunda vez que se presentaba…
Con la
fuerza de un huracán, un presentimiento la dominó por completo. La imagen de su
madre, de su padre arrodillado, la cara de aquel muchacho en la biblioteca, el
rostro de Emma y la vista de la partitura sobre el piano se mezclaron en su
mente. Por fin había encontrado una punta por dónde empezar a desenredar el
ovillo de su vida.
-¿Estás
bien? ¿Te dije algo que no querías escuchar?- quiso saber su alumna, tomándola
del brazo-. Estás pálida.
-No,
estoy bien. Sólo tengo que hablar con mi papá. Me va a tener que escuchar.
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