La
Vita Strangiato — “Danforth
& Pape”
El viernes pasado el
mediodía, tras haberle entregado el avance a Pozzini esa misma
mañana, cada uno volvió a su grupo original durante el almuerzo en
Hipertensión. Mientras Teresa comía, cabizbaja, a una histérica de
distancia de Amanda, Fernando —sentado entre María Vistarini y
Bruno Stecchi— devoraba con una sonrisa alegremente indiferente su
hamburguesa con queso y dulce. Martín, sin acabar de preguntarse
porqué había decidido no regresar al bar de la esquina de la
escuela, comió solo antes de volver a casa.
El horario pactado
por Celeste, en primera instancia, había sido un ambiguo «tipo
nueve», con opción
a definirlo en caso de que le interesase —y sí que le interesaba.
Escribirle fue lo primero que hizo tras atravesar el jardín-pasillo
que daba a su departamento.
---Che
>>Me copa lo del sabado, tengo q llevar algo?
La chica se tomó
(su
tiempo)
unas tres horas para responderle. A las siete de la tarde, su
voz, impresa muda en la ventana de chat, le pasó la dirección de su
departamento y le indicó que llevase la gaseosa más grande que
pudiera encontrar. Le comentó —siempre entre “:P”s—
que pedirían pizza y le pidió que le dijera su gusto preferido así
podía tener todo listo en caso de que los invitados se tardasen y
los lugares cerraran.
---sos un poco maniatica no te parece? xD
---nah, simplemente m gusta tener todo calculado.
---pero es un sabado! Las pizzerias no van a cerrar hasta muuuuuuuuuy
taaarde!
---cuando hagamos joda en TU casa hablamos :P ---Martín
sintió que el corazón le daba un vuelco. ---Hasta
tanto, mi casa mis reglas :P
La conversación
acabó un par de líneas después, con el horario definido de las
21:30 y un abrazo.
Martín cerró el
explorador y se distanció con lentitud de la notebook. La habitación
estaba en silencio; del resto de la casa sólo le llegaba el correteo
psicópata de General, a lo largo y ancho del living. No había
adultos responsables a la vista —la estancia estaba vacía.
Podía hacer que estallaran los parlantes, pero no se sentía de
humor. Había escuchado Grace Under Pressure de principio a
fin unas dieciocho veces y no le apetecía volver a poner By-Tor &
the Snow Dog. Se sentía con la falta de voluntad suficiente como
para escuchar algo de lo que le había robado a Cito.
Volvió a acerarse a
la computadora y, con los dedos a milímetros del teclado, sintió
repentinamente la necesidad de cubrirse con la campera blanca. Un
escalofrío le recorrió el cuerpo y tuvo que refugiarse en el
colgante del Hombre y la Estrella, cerrando el puño sobre él
—haciendo caso omiso del pinchazo con el metal puntiagudo y
presionando hasta que sus dedos dejaron de dolerle y pasaron a
entumecerse. Sólo entonces pudo buscar entre las carpetas. Dejó
pasar «Cats» y se decidió por una que decía «Company». Sonaba
agradable. Compañía, ¿no? Mientras elegía entre los siete
discos disponibles, se preguntó si se refería a personas o a una
empresa. Eligió la grabación londinense de 1972, planteándose que
podían ser personas en una empresa.
Echó un vistazo a
los nombres de las canciones. No entendía ni la mitad. Uno de ellos,
no obstante, le llamó la atención. The Ladies Who Lunch. Se
exprimió el cerebro para intentar traducirlo. Si tenía “The” y
“Who” en el título, y había sido grabado en los setenta, quizá
fuera bueno.
—¡Las señorasque almuerzan! —exclamó con un dejo de orgullo en la voz mientras
la seleccionaba.
Música lenta, y de
repente una vieja empezó a hablar incluso más lento. Martín
frunció el entrecejo. ¿Qué carajos escuchaba su amigo? No
había nadie cantando ahí. ¿No se suponía que la gente
cantaba sobre la música? No, se dijo de repente; la señora
estaba, en efecto, cantando. Extendía un poco las notas
quebradas, gritadas. Era algo extrañísimo. Se acercó al parlante.
No entendía ni la mitad de nada, pero aquel discurso en jeringoso
sonaba interesante. Al momento la música empezó a subir su
intensidad para luego bajar sin gracia, como una montaña rusa para
personas con problemas cardíacos. La señora que almorzaba (¿tendría
ella los problemas cardíacos?) se había calmado, pero algo en
la voz de aquella mujer seguía repicando, algo que nunca
antes había oído en ningún otro lugar. Se acercaba bastante a lo
que oía en las partes lentas de 2112, pero lo excedía (dramática)
kilométricamente.
Sacudió la cabeza y
pausó la canción. ¿No tenía su amigo nada que no le trastocara el
cerebro? Suspiró. No obstante, aquel disco tenía algo extraño y
atrayente que el de los gatos carecía —algo que no dejaba de
hacerle un ruido familiar. La idea de la canela resurgió de
las profundidades de su mente como un acceso de vómito psíquico,
decidiéndolo a escucharlo todo, desde el principio. Se
abalanzó sobre la pantalla del reproductor. Había algo de Cito en
aquel disco que Martín ansiaba recuperar.
La primera pista,
Company, empezó con unos buenos golpes y luego unas voces se
susurraron —esta vez claramente cantando—, persiguiéndose de un
parlante a otro. Y unos veinte segundos después fue locura cruda.
Debía haber al menos una docena de cantantes, todos arrojando versos
como granadas y huyendo cuerpo tierra a sus trincheras para que luego
otros salieran y dieran unos escopetazos antes de volver a
guarecerse. Por unos momentos, alternado la mirada entre las salidas
del equipo de sonido, Martín pensó que su mente simplemente
colapsaría, pero aún así no se atrevió a pararlo. Las voces se
unieron en un coro (casi) uniforme y luego una sola tomó el
relevo. Respiró tranquilo, apenas notando que comenzaba a agradarle.
Y entonces la locura regresó. ¿Cómo podía Cito disfrutar
semejante cosa? Mientras cada cual hacía su gracia, paseándose
entre los cinco diferentes parlantes del home theatre, Martín
recordó que Teresa había definido su música como «gritos sobre
ruido». ¿Cuán alejado estaba esto de su definición? La
gente no gritaba, no, pero no había melodía distinguible. No,
se dijo, había demasiadas. Contrapunto, era un violento
contrapunto lo que le atacaba los oídos, le paralizaba el brazo y le
producía un escozor detrás de las orejas.
Tragó saliva y se
acomodó en la silla de escritorio. Le... ¿le gustaba?
***
La música rock se
escuchaba a dos manzanas de distancia y poseía la misma y particular
vibración con la que las señoras almorzaban, con lo cual, dedujo,
no era sencillamente rock. La canción, ininteligible pero
pegadiza, sólo podía tener una posible procedencia.
—Comedias
musicales —masculló Martín sin pensarlo mientras el elenco
londinense de Company le cantaba al oído el cuarto y final reprise
de la primera canción. El finale,
se dijo con una sonrisa. En un día ya había aprendido lo esencial
del vocabulario técnico que su amigo había manejado en secreto
hasta hacía dos semanas.
Dobló la esquina,
adentrándose en Dorrego y preguntándose a qué le temía
exactamente Cito. ¿Por qué se lo había ocultado? Había estado a
punto de entrar en colapso nervioso antes de la mitad de Company,
y Las señoras que almuerzan, musicalmente hablando, le había
producido retorcijones en el estómago, pero no había estado tan
mal. No era su música, desde luego, y ni aunque se la
martilleara en el cerebro —como llevaba haciendo desde el viernes
por la noche— lo sería; pero podría soportarlo de tanto en
cuando, de la misma manera que podía aguantarse tres horas de
Educación Física a la semana. Sin embargo, algo en su mente hacía
ruido cuando Elaine Stritch le pedía que levantase su copa por las
señoras que toman antidepresivos. Ese algo replicó, en un
tono rasposo y sofocado, que se trataba de una necesidad dormida
sacudiéndose los pies entumecidos. Por primera vez sentía que debía
saber qué era lo que la gente cantaba, y eso lo inquietaba.
Tocó el timbre y
esperó a que una voz metálica le preguntase quién era. El finale
finalizó y se quitó los auriculares.
Antes de que pudiese
sacar el celular para comprobar si era (políticamente)
correcto volver a tocar, un golpe sordo lo sobresaltó. Se giró
hacia la calle. Alguien acababa de arrojar un manojo de llaves
envuelto en un repasador mugriento. Miró hacia arriba y descubrió
una mano que lo saludaba agitándose exageradamente.
—¡Es el B, el que
no tiene letra! —le gritó Celeste desde una terraza del tercer
piso antes de desaparecer más allá del hormigón sin pintar de otro
edificio rústicamente posmoderno.
Dejó la botella de
gaseosa en el suelo y recogió el repasador.
***
Antes de que lograra
poner la llave —e incluso que llegara a la puerta—, Celeste abrió
de un tirón. Lo recibió con una sonrisa cálida y algo retorcida.
Llevaba el cabello recogido en una pañoleta verde brillante y sus
brazos, ocultos bajo una túnica con un idéntico motivo, se
extendieron ante él; un collar ridículamente largo se sacudía
sobre su mono negro y suelto.
—¿Quién soy? —le
preguntó, abriendo como psicópata los ojos sobremaquillados y la
boca roja de tanto lápiz de labios.
Martín arqueó una
ceja y ladeó la cabeza en señal negativa.
—Ni la más mínima
idea —replicó.
—Cierto que vos no
sabés ni mierda y media de musicales —dijo Celeste, bajando los
brazos, pero sin perder el entusiasmo. —Soy Glenn Close
interpretando a Norma Desdmond en la única canción de Sunset
Boulevard que realmente vale la pena escuchar, ¡With
One Look!
Martín dejó
escapar una risotada nerviosa y Norma lo tomó de la mano,
arrastrándolo dentro. La música pseudo-rock aún hacía vibrar
las paredes.
—Estamos
escuchando A
Freak Like Me Needs Company,
del musical de Spider-Man —anunció Celeste.
—¿Hay un musical
de Spider-Man? —le preguntó Martín, frunciendo el entrecejo con
más preocupación que sorpresa.
—Hay musicales
sobre ajedrez y chicas que menstrúan y matan a sus compañeros con
rayos láser —explicó la chica cruzándose de brazos en uno de sus
gestos desmedidamente dramáticos. —Poné la gaseosa en la heladera
y servite algo de todo el copetín barato mientras esperamos a la
pizza.
La chica se encaminó
fuera de la cocina, abriendo la puerta —revelando así una
improvisada pista de baile— pero deteniéndose en el umbral. Se dio
la vuelta y le dedicó una sonrisa a Martín. «Con calma»,
dibujaron sus labios carmesíes antes de desaparecer. El chico
suspiró y, tras dejar las llaves sobre la mesada, abrió la
heladera. Guardó la botella y enfiló hacia el living, no del todo
seguro de querer averiguar qué le esperaba al otro lado de la
puerta. Quizá todos los invitados estuviesen en disfraz y él
pasaría por el desubicado de turno que había decidido ir de sí
mismo. Tomó un vaso de plástico de una bolsa abierta y se lo quedó
viendo antes de siquiera atreverse a girar el pomo. Arqueó las
cejas. Claro que la dueña de casa no le había advertido nada —y
dudaba que Celeste fuese capaz de malicia alguna. Llenó una
compotera vacía con una bolsa de papas tamaño industrial y entró.
Una bola disco
claramente artesanal enviaba luces de colores en todas direcciones.
El sofá del living había sido movido contra una pared, junto a una
mesa de jardín y otra de café, ambas cargadas con botellas medio
vacías y vasos usados y olvidados. La gente —una veintena—
vestía de civil; la única que se destacaba era Celeste, que saltaba
al compás de la música agitando el collar y la túnica. La música
de Spider-Man había acabado y rock convencional inundaba ahora la
pista de baile. Dejó la compotera en la mesita de café y se sirvió
un poco de gaseosa.
—¿Nada más
fuerte? —le preguntó un chico a sus espaldas, y Martín se dio la
vuelta.
Lo primero que tuvo
tiempo de pensar —incluso antes de darse cuenta de qué le estaba
hablando— fue qué carajos hacía alguien con una bufanda
dentro de la casa. Incluso con el aire acondicionado encendido, la
concentración de gente agitándose como condenada hacía subir la
temperatura a los límites de lo soportable. Y allí estaba el chico
—un rubito, hubiese dicho Cito—, con una bufanda a
cuadrillé dándole tres vueltas al cuello.
—No hay Fernet
—replicó Martín, encogiéndose de hombros y ofreciéndole una
sonrisa gentil. —¿Te sirvo algo?
—Nah, estoy bien
—contestó el rubito.
La bufanda se acercó
peligrosamente a un vaso con agua mientras el chico se inclinaba para
tomar un puñado de chizitos que rápidamente metió en su boca. Acto
seguido, sacó la lengua y, enseñándole una amorfa y repugnante
masa amarilla, levantó los pulgares en señal afirmativa al tiempo
que se adentraba, de espaldas, entre el cúmulo de personas que
bailaban y gritaban. Martín lo observó hasta que la bufanda se
perdió de vista y finalmente localizó la botella de Fernet. Se
sirvió más de lo recomendado —resultando el trago casi demasiado
fuerte y amargo para su garganta acostumbrado sólo a chocolatada y
gaseosa—, pero la situación lo ameritaba. Bajó medio vaso de un
trago y se limpió la boca con la manga de la camisa, preguntándose
dónde carajos había
ido a meterse.
***
Lo salvaje de la
fiesta se aplacó media hora más tarde, cuando llegó la pizza y
todos se abalanzaron sobre las cajas de cartón grasiento. Celeste
pasó lista a toda la compañía para Martín, quien asintió,
sonrió, besó y estrechó manos en gestos tan gentiles como
incómodos. El último al que presentó fue al chico de la bufanda, y
Martín estuvo a punto de escupir lo que llevaba de su porción de
cantimpalo cuando escuchó el nombre.
—Y este es Kevin
—el rubito
tosió dramáticamente—, Kev
Steller.
—Un… un gusto
—replicó Martín, extendiéndole una mano temblorosa.
Kev la tomó y
presionó con fuerza, viéndolo directamente a los ojos de una manera
(demasiado) particular. Un pensamiento mudo le sugirió a
Martín que era casi como si quisiese inyectarle algo de sus irises
azules a través de la mirada. No, no inyectar, comunicar. Un
relámpago de algo indescriptible atravesó el espacio entre ambos y
Martín tuvo que soltarse. Lo sabe, aulló su mente.
—Perdón, me está
vibrando el celular —se excusó y, tomando el teléfono, escapó
hacia la cocina.
Cerró la puerta
tras de sí e inspiró largas bocanadas de aire. Era imposible que
supiera que él había entrado en la sesión de Cito. Si Celeste no
lo había supuesto, tampoco él. Claro que la chica no había visto
la sesión abierta. Pero no. No. No había manera. Tenía que
relajarse —tomar un largo vaso de la gaseosa que se enfriaba en la
heladera y un puñado de (la masa aforma de saber lo sa
be) papas fritas.
***
La «llamada»
duró poco menos de cinco minutos.
Nadie de la compañía
volvió la mirada cuando la puerta se abrió. La charla se veía tan
interesante y apasionada que Martín dedujo que debían estar sacando
mano a alguien que no se encontraba allí —y su mirada fue a buscar
directamente a la persona que (sorpresa sorpresa) estaba
ausente. Kev Steller, el chico bufanda.
—¿Todo en orden?
—le preguntó Celeste, extendiéndole una porción de mozzarella en
una servilleta.
—Supongo que sí
—replicó Martín, aceptándosela con una sonrisa.
La chica le hizo
señas con la cabeza de que la acompañara y ambos se sentaron junto
al equipo de música, en el extremo opuesto al grupo de La Forza.
—¿La estás
pasando bien? Te traje acá y no conocés a nadie, debe ser bastante
incómodo —Celeste se quitó la pañoleta y la dejó sobre su
regazo. Se detuvo unos momentos a contemplar con detenimiento el
motivo en verde antes de finalizar, levantando una mirada esmeralda
inexpresiva hacia Martín. —Disculpame.
El chico sacudió
negativamente la cabeza.
—Está bien —dijo
cuando finalmente pudo tragar. —Me estoy acostumbrando a
socializar. Parecen copados.
Celeste resopló una
risita.
—Son unas viles
arpías que vienen por la bebida gratis —recogió un vaso de jugo
de naranja junto a su silla y bebió un poco. —Quería hacer una
fiesta temática con los musicales que Juan amaba y odiaba. Por eso
estoy vestida tan ridículamente. A él le encantaba With
One Look;
nunca se dignó a escuchar el resto de Sunset Boulevard, pero por lo
menos esa le gustaba —la chica se acomodó en su asiento,
recostándose contra un estante repleto de libros. —Juan decía que
todos los musicales de Webber eran una bola de caca
—Celeste
levantó el dedo índice en el aire y abrió los ojos con violencia,
robándole unas risas a Martín—, porque él no decía mierda, vaya
uno a saber porqué; pero bueno, una bola de caca excepto por esa
canción que la rompía. ¿Ubicás Memory?
Todo el mundo ubica Memory,
igual que la canción del Fantasma de la Ópera y No
llores por mí, Argentina,
a eso se refería. A mí personalmente me gustaba el Fantasma, pero
nunca me senté a escuchar Sunset Boulevard. Supongo que en memoria a
Juan nunca debería hacerlo. ¿Qué te parece?
—Que no entiendo
ni la mitad de nada de lo que acabaste de decir —admitió Martín
al tiempo que le daba un mordiscón a la pizza.
—¡Demasiados
musicales! —exclamó Celeste, incorporándose de un salto y
haciendo flamear su túnica como una bandera. —Escuchemos música
de personas normales —quitó el pendrive de donde surgía la música
con vibración
y eligió una emisora de radio al azar. Les llegaron los últimos
versos de Rainy
Days and Mondays
y la chica comentó: —Cortémonos las venas con una sonrisa
alegremente melancólica.
Un par de cabezas se
dieron la vuelta y los miraron con cejas arqueadas, en un gesto tan
similar al que hacían las acólitas de Amanda Grossi que Martín
tuvo que apartar la vista. En cuestión de segundos los hermanos
Carpenter dieron paso a algo que el chico simplemente tuvo que
celebrar. A Passage to Bangkok, la segunda pista de 2112,
empezó a sonar y Martín no pudo evitar cantar en un jeringoso
afectado tras la introducción oriental. Comenzó silenciosamente y
el caudal de su voz fue aumentando a medida que sus ojos se cerraban.
Celeste lo observó atentamente, entretenida y algo sorprendida por
el look dramático que el chico iba adquiriendo. Con uno de
los primeros violentos golpes de la música, Martín elevó la voz y
la nota con un falsete admirablemente preciso. Un par de cabezas se
dieron la vuelta y rápidamente se giraron nuevamente hacia el
círculo de conversación, agitándose en algo entre negación y
vergüenza ajena.
Cuando llegó el
estribillo, Celeste lo levantó de un tirón y lo arrastró hasta el
centro de la habitación, justo debajo de la bola disco. El
chico la observó, sorprendido, empezar un dueto:
—We're
on the train to Bangkok
—Celeste le tendió una mano y Martín, sonriendo, retomó su
jeringoso agudo— aboard
the Thailand Express.
/ We'll
hit the stops along the way; we only stop for the best!
El estribillo
finalizó y hubo unos instantes de silenciosa reverberación en los
que ambos sintieron el ardor de las miradas de veinte personas sobre
ellos. Celeste recogió la pañoleta y se la ató a Martín al cuello
al tiempo que el vocalista —y su coro en vivo— regresaba.
Encararon a su picajosa audiencia para el momento en el que el
estribillo volvió. El chico siguió los pasos improvisados de su
amiga, que lo llevaron a tocar con sentimiento desmedido una guitarra
eléctrica invisible para luego, al tiempo que se repetía la
introducción oriental, dar unos cómicos pasos de costado, abriendo
y cerrando los brazos y las piernas, agitándose tanto la túnica
como la pañoleta.
Ya casi sin aliento,
entonaron por tercera vez el estribillo y finalmente, mientras
sacudían las cabelleras como en un ochentoso concierto de metal,
clavaron con envidiable maestría la última nota, continuándola
incluso hasta después que Geddy Lee hubiese dejado de chillar.
El público seguía
sentado e intercambiaba miradas, dudando acerca de si aplaudir,
abuchear o simplemente volverse a seguir comiendo. Sólo una
chica se decidió a felicitarlos, optando por incorporarse y
abrazarlos a ambos.
—Buenos agudos
—comentó dirigiéndose a Martín, con una sonrisa divertida y una
extraña mueca en la boca. —¿Hacés comedias en algún lado?
—No, sólo
exhibicionismo musical en fiestas privadas —replicó Celeste por
él, guiñándole un ojo. —Parecés un cowboy de bajo presupuesto o
un metrosexual de los sesenta.
Martín rió, no
ante el chiste —el cual se escapaba de su comprensión, como la
mayor parte de lo que salía de la boca de la muchacha—, sino a
causa de la adrenalina que pulsaba por evacuarse. El pecho le latía
con un sentimiento que jamás había experimentado; se acercaba a los
nervios de exponer una clase especial pero lo excedía (kilométrica)
dramáticamente. Sus dedos aún vibraban y era extrañamente
agradable. Mientras volvía a su asiento, ya con un vaso de gaseosa
en la mano, se preguntó si aquella sensación, tan (gloriosa)
sencillamente espectacular —en todo lo que esa palabra le
representaba ahora—, era lo que su amigo experimentaba cuando hacía
comedias musicales. Bebió un sorbo y se dejó caer en la silla junto
al equipo. A medida que se adentraba en lo que Cito había visto,
oído, y ahora incluso sentido, comprendía menos la necesidad de
ocultarlo. ¿No querría compartirlo? Frunció el entrecejo y dejó
el vaso en el suelo.
En su mente volvió
a sonar Company, con aquella docena de voces queriendo
destacarse al mismo tiempo, recordándole a un(a compañía)
aula de escuela. Pensó en cómo Teresa había ansiado tanto tener
una voz propia y lo tembloroso que había detrás del discurso de
yo-macho de Fernando. Observó el grupo que su amigo había
compartido dos veces a la semana por sólo Dios sabía cuántos años
y en cómo se parecían a las chicas de su curso.
Kev Steller pasó a
su lado y le dejó una compotera con chizitos en el momento en que su
cabeza empezaba el solo. La bufanda se agitó tras él y una parte de
su cuello quedó a la vista. El chico se detuvo en seco y se la
levantó en un movimiento (duro) rápido, pero ya era tarde.
Martín había alcanzado a ver las terribles marcas de su quemadura.
***
Se acercaban las
tres de la mañana y la mayor parte de los invitados estaban
congregados en torno al televisor, viendo con atención evanescente
la película de Cats. Martín, por su parte, compartía una gaseosa
dietética con Celeste en la seguridad de la cocina.
—Es bastante
divertido que compartas los gustos de Juan —comentó la chica
mientras rellenaba el cuenco de papas. —Él odiaba
esa cosa que están viendo allá.
—¿Entonces por
qué lo estás pasando en una fiesta en su honor y memoria?
Celeste suspiró y
jugueteó un poco con el collar antes de responder.
—Se suponía que
íbamos a verla para reírnos de la falta de trama y coherencia que
intenta vincular las canciones —replicó, desviando la mirada al
reloj a un lado de la heladera. —Pero parece que nada está
saliendo como debería. Después de todo, soy la única ridícula que
se disfrazó —procedió a quitarse la túnica, pero se detuvo. —Es
raro, veo a esa gente dos veces a la semana desde hace más de cinco
años y recién ahora me doy cuenta de que apenas los conozco —hizo
una pausa que Martín reconoció no era deliberadamente dramática, y
le dirigió una mirada de desconcierto iracundo (que en el caso de
que la chica hubiese tenido una nariz aguileña hubiese pasado por
una expresión de Glenn Close)— y apenas les importo. Creo que no
tengo un solo aliado pasando esa puerta.
—¿Y la chica que
nos saludó después que la rompimos con un poco de Rush?
Celeste dejó
escapar una risotada y, con la boca aún abierta, se acomodó el
carré detrás de las orejas. Martín se descubrió pensando que era
un delicioso tic nervioso.
—Esa chica es
dulce,
pero hasta ahí. Es el tipo de persona que sabe perfectamente quién
es y lo que puede hacer, y todo eso sin miedo de llevarse al mundo
por delante. Y creeme que lo ha hecho, varias
veces. Es la estrellita de La Forza.
—¿Tan terrible es
toda esta gente? —Martín se recostó en el respaldo de la silla y
cruzó los brazos detrás de la cabeza.
—Es el negocio del
espectáculo, baby,
matar o morir —explicó Celeste, encorvándose en torno a la mesada
que los separaba y sirviéndose más gaseosa. —Dog
Eats Dog,
como diría Thénardier. ¿Escuchaste Los Miserables? Es la mejor
mierda jamás compuesta —aseveró la chica al tiempo que se
incorporaba sobre su asiento. —Lo que él te pasaba estaba bien,
Tommy, pero no escuchaste música hasta que le preguntan a una chica,
en pleno 1832, “en
qué anda”.
—¿Y vos conocés
todo lo que él me pasaba? —la cuestionó, cruzándose de brazos.
—Conocía Tommy
porque hay un profe en La Forza que siempre te pasa musicales copados
que uno de otra manera no conocería. Él me hizo escuchar el de la
chica que menstrúa y mata a sus compañeros. Y Juan me pasó 2112.
El disco me gustó, no es mi estilo, pero me gustó.
—Y sin embargo
cantamos E
Pasish tu Bancoc
en tu living.
Celeste hizo una
mueca de sufrimiento y agitó la cabeza.
—No vuelvas a
hablar en inglés, por favor —suplicó dramáticamente,
entrecerrando los ojos. —No suelo hacer ese tipo de cosas, pero
sentí como que tenía que hacerlo. La canción la conozco bien y
además estuve obsesionándome con ese disco estas dos semanas. A
todo esto, ¿dónde aprendiste a cantar?
—Yo no canto
—replicó Martín con una sonrisita avergonzada.
—Cantás
—aseveró Celeste. —Pocas veces escuché agudos tan seguros en un
hombre. En serio.
—Supongo que
gracias —el chico se encogió de hombros y de pronto una idea
volvió a su cabeza. —¿Y el chico de la bufanda, no hace agudos él
también?
—Quemi es un tema.
—¿Quemi?
—Ouch —la chica
echó un vistazo a la puerta y se acercó un poco más a Martín.
—Supongo que no vas a volver a ver a esta gente, así que no hay
problema si te cuento. Ese chico, Kevin Steller, tuvo un accidente
hace un par de años. Fueron fuegos artificiales en las fiestas. Él
dice que alguien
los encendió mal, pero yo creo que él se la mandó solo. La
cuestión es que algo de lo que estaba tirando salió disparado
contra él y se le quedó atrapado en la ropa. Casi le destroza todo
el cuello —Celeste no pudo evitar llevarse allí las manos. —Se
salvó por poco, pero le quedaron unas marcas bastante importantes.
—¿Y ustedes le
dicen Quemi?
—el comentario salió con más acidez y agresividad de la que
Martín había esperado; no era un reproche tonto, era una acusación
lo que se le había escapado de los labios.
—Sé que no está
bien, pero el chico se hace odiar —Martín notó cómo ni siquiera
ella acababa de tragarse su excusa. —Como sea, no tiene muy buenos
agudos, pero como es el único que tiene los huevos, va a cantar la
canción de Juan para la muestra de mitad de año.
—¿La canción de
Juan? —el chico bajó el vaso.
—Memory
—replicó Celeste, y volvió a mirar el reloj. —Debe estar por
empezar el reprise en este momento. ¿Querés escucharla?
—No voy a entender
nada —admitió Martín. —Ya escuchaste mi inglés.
—Pongo los
subtítulos —propuso la chica, abandonando la silla. —De paso los
molestamos un poco.
Martín tomó los
vasos y la acompañó a través de la puerta. Tal como Celeste había
calculado, estaban a sólo media canción de Memory. El chico
dejó los vasos a un lado del equipo de música y se reunió con su
amiga en torno al sofá —ahora vuelto a su lugar original, frente
al televisor—, con una compotera en la mano. Celeste le ofreció un
almohadón y ambos se sentaron en el suelo. Un gato en algo parecido
a un esmoquin terminó de bailar y desapareció en un efecto especial
que a Martín le desprendió una risita.
Memory dio
inicio, haciendo que todos los presentes giraran las cabezas
en una expresión de lastimosa ternura. Celeste apoyó la cabeza en
su hombro y el chico tuvo sólo unos segundos para saborearlo antes
de que un escalofrío violento le recorriese la espalda.
—¡Poné los
subtítulos! —exigió en un grito, hacia nadie en particular.
Uno de los gatos
había empezado a hablar, y si bien el inglés era indistinguible,
reconocía perfectamente la cadencia. Estaba dando un recitado que ya
había oído antes. Celeste se apresuró a localizar el control
remoto y buscó el español.
—...y a través
de un silencio que con un cuchillo podrías cortar —decía
el gato en pantalla—,
anuncia al gato que puede ahora resucitar... y en una nueva vida
Jellicle regresar.
Una gata raída
entró con el primer golpe de la música y Martín apretó la mano de
la chica.
—Eso lo decía
Cito cada vez que salía de bañarse, después de Gimnasia —musitó,
con los ojos imposiblemente abiertos.
—Recuerdos
—empezó la gata en una voz quebrada. —Bajo
la luz de la luna, deja a tu mente guiarte
—los ojos de Martín no podían despegarse de las letras blancas de
los subtítulos mientras sus oídos intentaban decodificar,
infructuosamente, lo que les llegaba. —Abrete,
dejate. / Si descubres lo que la felicidad es, / una vida
recomenzará.
El pecho empezó a
vibrarle —sintió cómo un agujero negro tomaba forma en la
boca de su estómago— y presionó aún más la mano de Celeste
dentro de la suya. La chica hizo una leve mueca de dolor y se giró
con suavidad para verlo. Tenía los ojos vidriosos y una expresión
de algo que rayaba el terror pero lo excedía terriblemente.
—Recuerdos
—prosiguió
la película. —Sola
bajo la luna, / Sonrío a esos días / de belleza y amor —la
garganta de Martín se retorció en un nudo violento— Recuerdo
cuando sabía qué era ser feliz. / Que el recuerdo vuelva a ser.
A partir de allí ya
no pudo seguir (escuchando) leyendo. La vibración
rompió todas sus barreras y algo en su mente se rompió. Y con ello
llegaron las lágrimas. Había decodificado qué era lo particular
que reverberaba en Las señoras que almuerzan, qué obligaba a
esas doscientas personas a gritar al mismo tiempo en Company,
y, fundamentalmente, qué tenía de interesante Memory. Se
avergonzó y sintió ganas de vomitar. No por el ridículo que podría
estar pasando, sino por jamás haber tenido la decencia de detenerse
a escuchar lo que estaba oyendo. Había algo que excedía a la
orquesta y a la voz que la mujer gato pudiese hacer surgir. Estaba en
las palabras, esas dichosas palabras que había ignorado por
tantos años. Había emoción cruda apenas diferenciada en versos y
allí, entre las estrofas y los silencios, entre esos benditos agudos
y en toda la vibración estaba Cito. Y era tan glorioso y tan
triste que cuando la gata cayó al suelo él también lo hizo,
deshecho en lágrimas, incapaz de recomponerse, con la cara envuelta
en una película de llanto y moco líquido. Y la canción siguió y,
aunque lo deseó con todo su ser —con toda la fuerza de su mente
colapsada—, Martín no pudo dejar de escucharla.
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