Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

lunes, 6 de enero de 2014

7.01 - Martín

La Vita Strangiato — Danforth & Pape

  

 

El viernes pasado el mediodía, tras haberle entregado el avance a Pozzini esa misma mañana, cada uno volvió a su grupo original durante el almuerzo en Hipertensión. Mientras Teresa comía, cabizbaja, a una histérica de distancia de Amanda, Fernando —sentado entre María Vistarini y Bruno Stecchi— devoraba con una sonrisa alegremente indiferente su hamburguesa con queso y dulce. Martín, sin acabar de preguntarse porqué había decidido no regresar al bar de la esquina de la escuela, comió solo antes de volver a casa.

 

El horario pactado por Celeste, en primera instancia, había sido un ambiguo «tipo nueve», con opción a definirlo en caso de que le interesase —y sí que le interesaba. Escribirle fue lo primero que hizo tras atravesar el jardín-pasillo que daba a su departamento.

---Che

>>Me copa lo del sabado, tengo q llevar algo?

La chica se tomó (su tiempo) unas tres horas para responderle. A las siete de la tarde,  su voz, impresa muda en la ventana de chat, le pasó la dirección de su departamento y le indicó que llevase la gaseosa más grande que pudiera encontrar. Le comentó —siempre entre “:P”s— que pedirían pizza y le pidió que le dijera su gusto preferido así podía tener todo listo en caso de que los invitados se tardasen y los lugares cerraran.

---sos un poco maniatica no te parece? xD

---nah, simplemente m gusta tener todo calculado.

---pero es un sabado! Las pizzerias no van a cerrar hasta muuuuuuuuuy taaarde!

---cuando hagamos joda en TU casa hablamos :P ---Martín sintió que el corazón le daba un vuelco. ---Hasta tanto, mi casa mis reglas :P

La conversación acabó un par de líneas después, con el horario definido de las 21:30 y un abrazo.

Martín cerró el explorador y se distanció con lentitud de la notebook. La habitación estaba en silencio; del resto de la casa sólo le llegaba el correteo psicópata de General, a lo largo y ancho del living. No había adultos responsables a la vista —la estancia estaba vacía. Podía hacer que estallaran los parlantes, pero no se sentía de humor. Había escuchado Grace Under Pressure de principio a fin unas dieciocho veces y no le apetecía volver a poner By-Tor & the Snow Dog. Se sentía con la falta de voluntad suficiente como para escuchar algo de lo que le había robado a Cito.

Volvió a acerarse a la computadora y, con los dedos a milímetros del teclado, sintió repentinamente la necesidad de cubrirse con la campera blanca. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y tuvo que refugiarse en el colgante del Hombre y la Estrella, cerrando el puño sobre él —haciendo caso omiso del pinchazo con el metal puntiagudo y presionando hasta que sus dedos dejaron de dolerle y pasaron a entumecerse. Sólo entonces pudo buscar entre las carpetas. Dejó pasar «Cats» y se decidió por una que decía «Company». Sonaba agradable. Compañía, ¿no? Mientras elegía entre los siete discos disponibles, se preguntó si se refería a personas o a una empresa. Eligió la grabación londinense de 1972, planteándose que podían ser personas en una empresa.

Echó un vistazo a los nombres de las canciones. No entendía ni la mitad. Uno de ellos, no obstante, le llamó la atención. The Ladies Who Lunch. Se exprimió el cerebro para intentar traducirlo. Si tenía “The” y “Who” en el título, y había sido grabado en los setenta, quizá fuera bueno.

—¡Las señorasque almuerzan! —exclamó con un dejo de orgullo en la voz mientras la seleccionaba.

Música lenta, y de repente una vieja empezó a hablar incluso más lento. Martín frunció el entrecejo. ¿Qué carajos escuchaba su amigo? No había nadie cantando ahí. ¿No se suponía que la gente cantaba sobre la música? No, se dijo de repente; la señora estaba, en efecto, cantando. Extendía un poco las notas quebradas, gritadas. Era algo extrañísimo. Se acercó al parlante. No entendía ni la mitad de nada, pero aquel discurso en jeringoso sonaba interesante. Al momento la música empezó a subir su intensidad para luego bajar sin gracia, como una montaña rusa para personas con problemas cardíacos. La señora que almorzaba (¿tendría ella los problemas cardíacos?) se había calmado, pero algo en la voz de aquella mujer seguía repicando, algo que nunca antes había oído en ningún otro lugar. Se acercaba bastante a lo que oía en las partes lentas de 2112, pero lo excedía (dramática) kilométricamente.

Sacudió la cabeza y pausó la canción. ¿No tenía su amigo nada que no le trastocara el cerebro? Suspiró. No obstante, aquel disco tenía algo extraño y atrayente que el de los gatos carecía —algo que no dejaba de hacerle un ruido familiar. La idea de la canela resurgió de las profundidades de su mente como un acceso de vómito psíquico, decidiéndolo a escucharlo todo, desde el principio. Se abalanzó sobre la pantalla del reproductor. Había algo de Cito en aquel disco que Martín ansiaba recuperar.

La primera pista, Company, empezó con unos buenos golpes y luego unas voces se susurraron —esta vez claramente cantando—, persiguiéndose de un parlante a otro. Y unos veinte segundos después fue locura cruda. Debía haber al menos una docena de cantantes, todos arrojando versos como granadas y huyendo cuerpo tierra a sus trincheras para que luego otros salieran y dieran unos escopetazos antes de volver a guarecerse. Por unos momentos, alternado la mirada entre las salidas del equipo de sonido, Martín pensó que su mente simplemente colapsaría, pero aún así no se atrevió a pararlo. Las voces se unieron en un coro (casi) uniforme y luego una sola tomó el relevo. Respiró tranquilo, apenas notando que comenzaba a agradarle. Y entonces la locura regresó. ¿Cómo podía Cito disfrutar semejante cosa? Mientras cada cual hacía su gracia, paseándose entre los cinco diferentes parlantes del home theatre, Martín recordó que Teresa había definido su música como «gritos sobre ruido». ¿Cuán alejado estaba esto de su definición? La gente no gritaba, no, pero no había melodía distinguible. No, se dijo, había demasiadas. Contrapunto, era un violento contrapunto lo que le atacaba los oídos, le paralizaba el brazo y le producía un escozor detrás de las orejas.

Tragó saliva y se acomodó en la silla de escritorio. Le... ¿le gustaba?

 

***

 

La música rock se escuchaba a dos manzanas de distancia y poseía la misma y particular vibración con la que las señoras almorzaban, con lo cual, dedujo, no era sencillamente rock. La canción, ininteligible pero pegadiza, sólo podía tener una posible procedencia.

—Comedias musicales —masculló Martín sin pensarlo mientras el elenco londinense de Company le cantaba al oído el cuarto y final reprise de la primera canción. El finale, se dijo con una sonrisa. En un día ya había aprendido lo esencial del vocabulario técnico que su amigo había manejado en secreto hasta hacía dos semanas.

Dobló la esquina, adentrándose en Dorrego y preguntándose a qué le temía exactamente Cito. ¿Por qué se lo había ocultado? Había estado a punto de entrar en colapso nervioso antes de la mitad de Company, y Las señoras que almuerzan, musicalmente hablando, le había producido retorcijones en el estómago, pero no había estado tan mal. No era su música, desde luego, y ni aunque se la martilleara en el cerebro —como llevaba haciendo desde el viernes por la noche— lo sería; pero podría soportarlo de tanto en cuando, de la misma manera que podía aguantarse tres horas de Educación Física a la semana. Sin embargo, algo en su mente hacía ruido cuando Elaine Stritch le pedía que levantase su copa por las señoras que toman antidepresivos. Ese algo replicó, en un tono rasposo y sofocado, que se trataba de una necesidad dormida sacudiéndose los pies entumecidos. Por primera vez sentía que debía saber qué era lo que la gente cantaba, y eso lo inquietaba.

Tocó el timbre y esperó a que una voz metálica le preguntase quién era. El finale finalizó y se quitó los auriculares.

Antes de que pudiese sacar el celular para comprobar si era (políticamente) correcto volver a tocar, un golpe sordo lo sobresaltó. Se giró hacia la calle. Alguien acababa de arrojar un manojo de llaves envuelto en un repasador mugriento. Miró hacia arriba y descubrió una mano que lo saludaba agitándose exageradamente.

—¡Es el B, el que no tiene letra! —le gritó Celeste desde una terraza del tercer piso antes de desaparecer más allá del hormigón sin pintar de otro edificio rústicamente posmoderno.

Dejó la botella de gaseosa en el suelo y recogió el repasador.

 

***

 

Antes de que lograra poner la llave —e incluso que llegara a la puerta—, Celeste abrió de un tirón. Lo recibió con una sonrisa cálida y algo retorcida. Llevaba el cabello recogido en una pañoleta verde brillante y sus brazos, ocultos bajo una túnica con un idéntico motivo, se extendieron ante él; un collar ridículamente largo se sacudía sobre su mono negro y suelto.

—¿Quién soy? —le preguntó, abriendo como psicópata los ojos sobremaquillados y la boca roja de tanto lápiz de labios.

Martín arqueó una ceja y ladeó la cabeza en señal negativa.

—Ni la más mínima idea —replicó.

—Cierto que vos no sabés ni mierda y media de musicales —dijo Celeste, bajando los brazos, pero sin perder el entusiasmo. —Soy Glenn Close interpretando a Norma Desdmond en la única canción de Sunset Boulevard que realmente vale la pena escuchar, ¡With One Look!

Martín dejó escapar una risotada nerviosa y Norma lo tomó de la mano, arrastrándolo dentro. La música pseudo-rock aún hacía vibrar las paredes.

—Estamos escuchando A Freak Like Me Needs Company, del musical de Spider-Man —anunció Celeste.

—¿Hay un musical de Spider-Man? —le preguntó Martín, frunciendo el entrecejo con más preocupación que sorpresa.

—Hay musicales sobre ajedrez y chicas que menstrúan y matan a sus compañeros con rayos láser —explicó la chica cruzándose de brazos en uno de sus gestos desmedidamente dramáticos. —Poné la gaseosa en la heladera y servite algo de todo el copetín barato mientras esperamos a la pizza.

La chica se encaminó fuera de la cocina, abriendo la puerta —revelando así una improvisada pista de baile— pero deteniéndose en el umbral. Se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa a Martín. «Con calma», dibujaron sus labios carmesíes antes de desaparecer. El chico suspiró y, tras dejar las llaves sobre la mesada, abrió la heladera. Guardó la botella y enfiló hacia el living, no del todo seguro de querer averiguar qué le esperaba al otro lado de la puerta. Quizá todos los invitados estuviesen en disfraz y él pasaría por el desubicado de turno que había decidido ir de sí mismo. Tomó un vaso de plástico de una bolsa abierta y se lo quedó viendo antes de siquiera atreverse a girar el pomo. Arqueó las cejas. Claro que la dueña de casa no le había advertido nada —y dudaba que Celeste fuese capaz de malicia alguna. Llenó una compotera vacía con una bolsa de papas tamaño industrial y entró.

Una bola disco claramente artesanal enviaba luces de colores en todas direcciones. El sofá del living había sido movido contra una pared, junto a una mesa de jardín y otra de café, ambas cargadas con botellas medio vacías y vasos usados y olvidados. La gente —una veintena— vestía de civil; la única que se destacaba era Celeste, que saltaba al compás de la música agitando el collar y la túnica. La música de Spider-Man había acabado y rock convencional inundaba ahora la pista de baile. Dejó la compotera en la mesita de café y se sirvió un poco de gaseosa.

—¿Nada más fuerte? —le preguntó un chico a sus espaldas, y Martín se dio la vuelta.

Lo primero que tuvo tiempo de pensar —incluso antes de darse cuenta de qué le estaba hablando— fue qué carajos hacía alguien con una bufanda dentro de la casa. Incluso con el aire acondicionado encendido, la concentración de gente agitándose como condenada hacía subir la temperatura a los límites de lo soportable. Y allí estaba el chico —un rubito, hubiese dicho Cito—, con una bufanda a cuadrillé dándole tres vueltas al cuello.

—No hay Fernet —replicó Martín, encogiéndose de hombros y ofreciéndole una sonrisa gentil. —¿Te sirvo algo?

—Nah, estoy bien —contestó el rubito.

La bufanda se acercó peligrosamente a un vaso con agua mientras el chico se inclinaba para tomar un puñado de chizitos que rápidamente metió en su boca. Acto seguido, sacó la lengua y, enseñándole una amorfa y repugnante masa amarilla, levantó los pulgares en señal afirmativa al tiempo que se adentraba, de espaldas, entre el cúmulo de personas que bailaban y gritaban. Martín lo observó hasta que la bufanda se perdió de vista y finalmente localizó la botella de Fernet. Se sirvió más de lo recomendado —resultando el trago casi demasiado fuerte y amargo para su garganta acostumbrado sólo a chocolatada y gaseosa—, pero la situación lo ameritaba. Bajó medio vaso de un trago y se limpió la boca con la manga de la camisa, preguntándose dónde carajos había ido a meterse.

 

***

 

Lo salvaje de la fiesta se aplacó media hora más tarde, cuando llegó la pizza y todos se abalanzaron sobre las cajas de cartón grasiento. Celeste pasó lista a toda la compañía para Martín, quien asintió, sonrió, besó y estrechó manos en gestos tan gentiles como incómodos. El último al que presentó fue al chico de la bufanda, y Martín estuvo a punto de escupir lo que llevaba de su porción de cantimpalo cuando escuchó el nombre.

—Y este es Kevin —el rubito tosió dramáticamente—, Kev Steller.

—Un… un gusto —replicó Martín, extendiéndole una mano temblorosa.

Kev la tomó y presionó con fuerza, viéndolo directamente a los ojos de una manera (demasiado) particular. Un pensamiento mudo le sugirió a Martín que era casi como si quisiese inyectarle algo de sus irises azules a través de la mirada. No, no inyectar, comunicar. Un relámpago de algo indescriptible atravesó el espacio entre ambos y Martín tuvo que soltarse. Lo sabe, aulló su mente.

—Perdón, me está vibrando el celular —se excusó y, tomando el teléfono, escapó hacia la cocina.

Cerró la puerta tras de sí e inspiró largas bocanadas de aire. Era imposible que supiera que él había entrado en la sesión de Cito. Si Celeste no lo había supuesto, tampoco él. Claro que la chica no había visto la sesión abierta. Pero no. No. No había manera. Tenía que relajarse —tomar un largo vaso de la gaseosa que se enfriaba en la heladera y un puñado de (la masa aforma de saber lo sa be) papas fritas.

 

***

 

La «llamada» duró poco menos de cinco minutos.

Nadie de la compañía volvió la mirada cuando la puerta se abrió. La charla se veía tan interesante y apasionada que Martín dedujo que debían estar sacando mano a alguien que no se encontraba allí —y su mirada fue a buscar directamente a la persona que (sorpresa sorpresa) estaba ausente. Kev Steller, el chico bufanda.

—¿Todo en orden? —le preguntó Celeste, extendiéndole una porción de mozzarella en una servilleta.

—Supongo que sí —replicó Martín, aceptándosela con una sonrisa.

La chica le hizo señas con la cabeza de que la acompañara y ambos se sentaron junto al equipo de música, en el extremo opuesto al grupo de La Forza.

—¿La estás pasando bien? Te traje acá y no conocés a nadie, debe ser bastante incómodo —Celeste se quitó la pañoleta y la dejó sobre su regazo. Se detuvo unos momentos a contemplar con detenimiento el motivo en verde antes de finalizar, levantando una mirada esmeralda inexpresiva hacia Martín. —Disculpame.

El chico sacudió negativamente la cabeza.

—Está bien —dijo cuando finalmente pudo tragar. —Me estoy acostumbrando a socializar. Parecen copados.

Celeste resopló una risita.

—Son unas viles arpías que vienen por la bebida gratis —recogió un vaso de jugo de naranja junto a su silla y bebió un poco. —Quería hacer una fiesta temática con los musicales que Juan amaba y odiaba. Por eso estoy vestida tan ridículamente. A él le encantaba With One Look; nunca se dignó a escuchar el resto de Sunset Boulevard, pero por lo menos esa le gustaba —la chica se acomodó en su asiento, recostándose contra un estante repleto de libros. —Juan decía que todos los musicales de Webber eran una bola de caca —Celeste levantó el dedo índice en el aire y abrió los ojos con violencia, robándole unas risas a Martín—, porque él no decía mierda, vaya uno a saber porqué; pero bueno, una bola de caca excepto por esa canción que la rompía. ¿Ubicás Memory? Todo el mundo ubica Memory, igual que la canción del Fantasma de la Ópera y No llores por mí, Argentina, a eso se refería. A mí personalmente me gustaba el Fantasma, pero nunca me senté a escuchar Sunset Boulevard. Supongo que en memoria a Juan nunca debería hacerlo. ¿Qué te parece?

—Que no entiendo ni la mitad de nada de lo que acabaste de decir —admitió Martín al tiempo que le daba un mordiscón a la pizza.

—¡Demasiados musicales! —exclamó Celeste, incorporándose de un salto y haciendo flamear su túnica como una bandera. —Escuchemos música de personas normales —quitó el pendrive de donde surgía la música con vibración y eligió una emisora de radio al azar. Les llegaron los últimos versos de Rainy Days and Mondays y la chica comentó: —Cortémonos las venas con una sonrisa alegremente melancólica.

Un par de cabezas se dieron la vuelta y los miraron con cejas arqueadas, en un gesto tan similar al que hacían las acólitas de Amanda Grossi que Martín tuvo que apartar la vista. En cuestión de segundos los hermanos Carpenter dieron paso a algo que el chico simplemente tuvo que celebrar. A Passage to Bangkok, la segunda pista de 2112, empezó a sonar y Martín no pudo evitar cantar en un jeringoso afectado tras la introducción oriental. Comenzó silenciosamente y el caudal de su voz fue aumentando a medida que sus ojos se cerraban. Celeste lo observó atentamente, entretenida y algo sorprendida por el look dramático que el chico iba adquiriendo. Con uno de los primeros violentos golpes de la música, Martín elevó la voz y la nota con un falsete admirablemente preciso. Un par de cabezas se dieron la vuelta y rápidamente se giraron nuevamente hacia el círculo de conversación, agitándose en algo entre negación y vergüenza ajena.

Cuando llegó el estribillo, Celeste lo levantó de un tirón y lo arrastró hasta el centro de la habitación, justo debajo de la bola disco. El chico la observó, sorprendido, empezar un dueto:

We're on the train to Bangkok —Celeste le tendió una mano y Martín, sonriendo, retomó su jeringoso agudo— aboard the Thailand Express. / We'll hit the stops along the way; we only stop for the best!

El estribillo finalizó y hubo unos instantes de silenciosa reverberación en los que ambos sintieron el ardor de las miradas de veinte personas sobre ellos. Celeste recogió la pañoleta y se la ató a Martín al cuello al tiempo que el vocalista —y su coro en vivo— regresaba. Encararon a su picajosa audiencia para el momento en el que el estribillo volvió. El chico siguió los pasos improvisados de su amiga, que lo llevaron a tocar con sentimiento desmedido una guitarra eléctrica invisible para luego, al tiempo que se repetía la introducción oriental, dar unos cómicos pasos de costado, abriendo y cerrando los brazos y las piernas, agitándose tanto la túnica como la pañoleta.

Ya casi sin aliento, entonaron por tercera vez el estribillo y finalmente, mientras sacudían las cabelleras como en un ochentoso concierto de metal, clavaron con envidiable maestría la última nota, continuándola incluso hasta después que Geddy Lee hubiese dejado de chillar.

El público seguía sentado e intercambiaba miradas, dudando acerca de si aplaudir,  abuchear o simplemente volverse a seguir comiendo. Sólo una chica se decidió a felicitarlos, optando por incorporarse y abrazarlos a ambos.

—Buenos agudos —comentó dirigiéndose a Martín, con una sonrisa divertida y una extraña mueca en la boca. —¿Hacés comedias en algún lado?

—No, sólo exhibicionismo musical en fiestas privadas —replicó Celeste por él, guiñándole un ojo. —Parecés un cowboy de bajo presupuesto o un metrosexual de los sesenta.

Martín rió, no ante el chiste —el cual se escapaba de su comprensión, como la mayor parte de lo que salía de la boca de la muchacha—, sino a causa de la adrenalina que pulsaba por evacuarse. El pecho le latía con un sentimiento que jamás había experimentado; se acercaba a los nervios de exponer una clase especial pero lo excedía (kilométrica) dramáticamente. Sus dedos aún vibraban y era extrañamente agradable. Mientras volvía a su asiento, ya con un vaso de gaseosa en la mano, se preguntó si aquella sensación, tan (gloriosa) sencillamente espectacular —en todo lo que esa palabra le representaba ahora—, era lo que su amigo experimentaba cuando hacía comedias musicales. Bebió un sorbo y se dejó caer en la silla junto al equipo. A medida que se adentraba en lo que Cito había visto, oído, y ahora incluso sentido, comprendía menos la necesidad de ocultarlo. ¿No querría compartirlo? Frunció el entrecejo y dejó el vaso en el suelo.

En su mente volvió a sonar Company, con aquella docena de voces queriendo destacarse al mismo tiempo, recordándole a un(a compañía) aula de escuela. Pensó en cómo Teresa había ansiado tanto tener una voz propia y lo tembloroso que había detrás del discurso de yo-macho de Fernando. Observó el grupo que su amigo había compartido dos veces a la semana por sólo Dios sabía cuántos años y en cómo se parecían a las chicas de su curso.

Kev Steller pasó a su lado y le dejó una compotera con chizitos en el momento en que su cabeza empezaba el solo. La bufanda se agitó tras él y una parte de su cuello quedó a la vista. El chico se detuvo en seco y se la levantó en un movimiento (duro) rápido, pero ya era tarde. Martín había alcanzado a ver las terribles marcas de su quemadura.

 

***

 

Se acercaban las tres de la mañana y la mayor parte de los invitados estaban congregados en torno al televisor, viendo con atención evanescente la película de Cats. Martín, por su parte, compartía una gaseosa dietética con Celeste en la seguridad de la cocina.

—Es bastante divertido que compartas los gustos de Juan —comentó la chica mientras rellenaba el cuenco de papas. —Él odiaba esa cosa que están viendo allá.

—¿Entonces por qué lo estás pasando en una fiesta en su honor y memoria?

Celeste suspiró y jugueteó un poco con el collar antes de responder.

—Se suponía que íbamos a verla para reírnos de la falta de trama y coherencia que intenta vincular las canciones —replicó, desviando la mirada al reloj a un lado de la heladera. —Pero parece que nada está saliendo como debería. Después de todo, soy la única ridícula que se disfrazó —procedió a quitarse la túnica, pero se detuvo. —Es raro, veo a esa gente dos veces a la semana desde hace más de cinco años y recién ahora me doy cuenta de que apenas los conozco —hizo una pausa que Martín reconoció no era deliberadamente dramática, y le dirigió una mirada de desconcierto iracundo (que en el caso de que la chica hubiese tenido una nariz aguileña hubiese pasado por una expresión de Glenn Close)— y apenas les importo. Creo que no tengo un solo aliado pasando esa puerta.

—¿Y la chica que nos saludó después que la rompimos con un poco de Rush?

Celeste dejó escapar una risotada y, con la boca aún abierta, se acomodó el carré detrás de las orejas. Martín se descubrió pensando que era un delicioso tic nervioso.

—Esa chica es dulce, pero hasta ahí. Es el tipo de persona que sabe perfectamente quién es y lo que puede hacer, y todo eso sin miedo de llevarse al mundo por delante. Y creeme que lo ha hecho, varias veces. Es la estrellita de La Forza.

—¿Tan terrible es toda esta gente? —Martín se recostó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos detrás de la cabeza.

—Es el negocio del espectáculo, baby, matar o morir —explicó Celeste, encorvándose en torno a la mesada que los separaba y sirviéndose más gaseosa. —Dog Eats Dog, como diría Thénardier. ¿Escuchaste Los Miserables? Es la mejor mierda jamás compuesta —aseveró la chica al tiempo que se incorporaba sobre su asiento. —Lo que él te pasaba estaba bien, Tommy, pero no escuchaste música hasta que le preguntan a una chica, en pleno 1832, “en qué anda”.

—¿Y vos conocés todo lo que él me pasaba? —la cuestionó, cruzándose de brazos.

—Conocía Tommy porque hay un profe en La Forza que siempre te pasa musicales copados que uno de otra manera no conocería. Él me hizo escuchar el de la chica que menstrúa y mata a sus compañeros. Y Juan me pasó 2112. El disco me gustó, no es mi estilo, pero me gustó.

—Y sin embargo cantamos E Pasish tu Bancoc en tu living.

Celeste hizo una mueca de sufrimiento y agitó la cabeza.

—No vuelvas a hablar en inglés, por favor —suplicó dramáticamente, entrecerrando los ojos. —No suelo hacer ese tipo de cosas, pero sentí como que tenía que hacerlo. La canción la conozco bien y además estuve obsesionándome con ese disco estas dos semanas. A todo esto, ¿dónde aprendiste a cantar?

—Yo no canto —replicó Martín con una sonrisita avergonzada.

Cantás —aseveró Celeste. —Pocas veces escuché agudos tan seguros en un hombre. En serio.

—Supongo que gracias —el chico se encogió de hombros y de pronto una idea volvió a su cabeza. —¿Y el chico de la bufanda, no hace agudos él también?

—Quemi es un tema.

—¿Quemi?

—Ouch —la chica echó un vistazo a la puerta y se acercó un poco más a Martín. —Supongo que no vas a volver a ver a esta gente, así que no hay problema si te cuento. Ese chico, Kevin Steller, tuvo un accidente hace un par de años. Fueron fuegos artificiales en las fiestas. Él dice que alguien los encendió mal, pero yo creo que él se la mandó solo. La cuestión es que algo de lo que estaba tirando salió disparado contra él y se le quedó atrapado en la ropa. Casi le destroza todo el cuello —Celeste no pudo evitar llevarse allí las manos. —Se salvó por poco, pero le quedaron unas marcas bastante importantes.

—¿Y ustedes le dicen Quemi? —el comentario salió con más acidez y agresividad de la que Martín había esperado; no era un reproche tonto, era una acusación lo que se le había escapado de los labios.

—Sé que no está bien, pero el chico se hace odiar —Martín notó cómo ni siquiera ella acababa de tragarse su excusa. —Como sea, no tiene muy buenos agudos, pero como es el único que tiene los huevos, va a cantar la canción de Juan para la muestra de mitad de año.

—¿La canción de Juan? —el chico bajó el vaso.

Memory —replicó Celeste, y volvió a mirar el reloj. —Debe estar por empezar el reprise en este momento. ¿Querés escucharla?

—No voy a entender nada —admitió Martín. —Ya escuchaste mi inglés.

—Pongo los subtítulos —propuso la chica, abandonando la silla. —De paso los molestamos un poco.

Martín tomó los vasos y la acompañó a través de la puerta. Tal como Celeste había calculado, estaban a sólo media canción de Memory. El chico dejó los vasos a un lado del equipo de música y se reunió con su amiga en torno al sofá —ahora vuelto a su lugar original, frente al televisor—, con una compotera en la mano. Celeste le ofreció un almohadón y ambos se sentaron en el suelo. Un gato en algo parecido a un esmoquin terminó de bailar y desapareció en un efecto especial que a Martín le desprendió una risita.

Memory dio inicio, haciendo que todos los presentes giraran las cabezas en una expresión de lastimosa ternura. Celeste apoyó la cabeza en su hombro y el chico tuvo sólo unos segundos para saborearlo antes de que un escalofrío violento le recorriese la espalda.

—¡Poné los subtítulos! —exigió en un grito, hacia nadie en particular.

Uno de los gatos había empezado a hablar, y si bien el inglés era indistinguible, reconocía perfectamente la cadencia. Estaba dando un recitado que ya había oído antes. Celeste se apresuró a localizar el control remoto y buscó el español.

...y a través de un silencio que con un cuchillo podrías cortar —decía el gato en pantalla—, anuncia al gato que puede ahora resucitar... y en una nueva vida Jellicle regresar.

Una gata raída entró con el primer golpe de la música y Martín apretó la mano de la chica.

—Eso lo decía Cito cada vez que salía de bañarse, después de Gimnasia —musitó, con los ojos imposiblemente abiertos.

Recuerdos —empezó la gata en una voz quebrada. —Bajo la luz de la luna, deja a tu mente guiarte —los ojos de Martín no podían despegarse de las letras blancas de los subtítulos mientras sus oídos intentaban decodificar, infructuosamente, lo que les llegaba. —Abrete, dejate. / Si descubres lo que la felicidad es, / una vida recomenzará.

El pecho empezó a vibrarle —sintió cómo un agujero negro tomaba forma en la boca de su estómago— y presionó aún más la mano de Celeste dentro de la suya. La chica hizo una leve mueca de dolor y se giró con suavidad para verlo. Tenía los ojos vidriosos y una expresión de algo que rayaba el terror pero lo excedía terriblemente.

Recuerdos —prosiguió la película. —Sola bajo la luna, / Sonrío a esos días / de belleza y amor —la garganta de Martín se retorció en un nudo violento— Recuerdo cuando sabía qué era ser feliz. / Que el recuerdo vuelva a ser.

A partir de allí ya no pudo seguir (escuchando) leyendo. La vibración rompió todas sus barreras y algo en su mente se rompió. Y con ello llegaron las lágrimas. Había decodificado qué era lo particular que reverberaba en Las señoras que almuerzan, qué obligaba a esas doscientas personas a gritar al mismo tiempo en Company, y, fundamentalmente, qué tenía de interesante Memory. Se avergonzó y sintió ganas de vomitar. No por el ridículo que podría estar pasando, sino por jamás haber tenido la decencia de detenerse a escuchar lo que estaba oyendo. Había algo que excedía a la orquesta y a la voz que la mujer gato pudiese hacer surgir. Estaba en las palabras, esas dichosas palabras que había ignorado por tantos años. Había emoción cruda apenas diferenciada en versos y allí, entre las estrofas y los silencios, entre esos benditos agudos y en toda la vibración estaba Cito. Y era tan glorioso y tan triste que cuando la gata cayó al suelo él también lo hizo, deshecho en lágrimas, incapaz de recomponerse, con la cara envuelta en una película de llanto y moco líquido. Y la canción siguió y, aunque lo deseó con todo su ser —con toda la fuerza de su mente colapsada—, Martín no pudo dejar de escucharla.


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